Título original: Nick Carter en La española asesinada
Publicado por Editorial Molino, SERIE POPULAR MOLINO, 4 de Julio de 1936
José Mallorquí
Retoque de cubierta: Rbear
Editor digital: Capitán Rojo
Editor ePub: Rbear
ePub base r1.2
CAPÍTULO PRIMERO
LA CASA DE LA PUERTA ABIERTA
En la mañana del 21 de octubre, un policía dirigíase a la comisaría para ser relevado por otro agente y quedar enteramente libre durante las próximas veinticuatro horas. De pronto, al pasar por delante de una de las más elegantes casas de Riverside Drive, barrio donde habitaba la aristocracia neoyorquina, notó que la puerta principal del edificio estaba abierta de par en par.
La hora era un poco intempestiva; demasiado pronto para la cotidiana aparición de los sirvientes encargados de la limpieza. Sin embargo, el policía se detuvo, esperando ver a alguna criada con la escoba y el cubo.
De repente, el agente se dio cuenta de que era la primera vez que veía abierta aquella puerta. De día y de noche estaba cerrada. Jamás vio entrar ni salir a nadie por ella.
Al cabo de cinco minutos de inútil espera empezó a inquietarse. Cuando hubo transcurrido un cuarto de hora, sin que ningún criado fuese a cerrar ni a barrer la escalera, decidió investigar el motivo de que la puerta de una casa tan elegante estuviera abierta a aquellas horas de la manaría. Cruzó, pues, el jardín y, subiendo los cinco escalones de blanco mármol, entró en el vestíbulo y miró ansiosamente a su alrededor.
Al parecer, todo estaba en orden. Sin embargo, en la casa reinaba un silencio de muerte. A pesar de su falta de imaginación, el policía creyó notar en el ambiente una extraña anormalidad.
—¡Eh! ¿No hay nadie por ahí? —gritó.
Aguardó unos instantes y volvió a llamar:
—¡Eh! ¿Es que no hay nadie en esta casa?
Nadie demostró lo contrario. El agente volviendo a la puerta, pulsó varias veces el timbre eléctrico.
En algún lugar de la casa sonó, apagado por la distancia, el repiqueteo del timbre, pero éste fue el único ruido que turbó el silencio, pues nadie contestó a la llamada.
Cuando, a la tercera llamada vio que no acudía ningún sirviente, decidió, ya un poco alarmado, investigar lo que pasaba en la casa.
Pero antes se detuvo, indeciso, preguntándose si debería realizar él sólo la investigación o salir a la calle en demanda de ayuda. Después de madura reflexión creyó que lo mejor sería enterarse de lo ocurrido en la casa y, si era algo grave, comunicar entonces con la comisaría.
Tomada esta decisión, el policía dirigióse a una de las habitaciones que daban al pasillo y entró en ella. Todo estaba en el más perfecto orden, pero a pesar de que el agente no creía poseer el mejor instinto detectivesco, se dio cuenta en seguida de que las tres sillas que estaban en el centro de la estancia, parecían proclamar que las ocuparon tres personas enfrascadas en animada y confidencial conversación. También notó otra cosa nuestro agente y fue que, a pesar de ser día claro, dos luces permanecían aún encendidas.
Una de las luces ardía encima de una mesa junto a las tres sillas; la otra en un rincón, encima de un pupitre colocado junto a la pared. En uno de los bordes de este pupitre, vio el agente un cigarro a medio fumar, y, junto a él, varias hojas de papel de escribir y un secafirmas. La silla que había ante el pupitre daba a entender que la persona que lo ocupó habíase levantado precipitadamente.
El agente dio varias voces, sin obtener más contestación que el eco de sus gritos.
La siguiente habitación que registró resultó ser la biblioteca. Las paredes estaban ocupadas por estanterías de libros, protegidos del polvo por puertas de cristales. El mueblaje lo componían varios cómodos sillones de cuero y una mesa llena de revistas.
Encima de esta mesa ardía una lamparita de pantalla azul, cuya luz caía de lleno sobre una revista abierta y colocada al revés, como si la persona que la había estado leyendo la hubiese dejado así con la intención de volver más tarde a continuar la lectura.
Ni en ésta ni en las demás habitaciones encontró el policía rastro de ser viviente alguno.
Esperando tener mejor suerte, subió al primer piso; pero allí le aguardaba una sorpresa: todas las puertas que trató de abrir estaban cerradas con llave. Repitió sus llamadas, pero lo mismo que en la planta baja, nadie contestó a ellas.
Por un momento, el digno agente pensó en forzar alguna de las puertas; pero temiendo las consecuencias de semejante acto de violencia, desistió de ello y se dispuso a registrar el piso superior.
Cuando se disponía a subir fijóse en una puerta que antes no había visto. Sin esperar encontrarla abierta, acercóse a ella y la empujó. Con gran asombro del agente, la puerta cedió a su esfuerzo y el hombre encontróse en un elegante cuarto de baño.
Pero, apenas acababa de pisar el umbral, un grito de horror se escapó de sus labios.
Había sobrados motivos para que, hasta un guardia, demostrase horror. El cuarto de baño tenía todo el aspecto de haber sido teatro de una batalla. Techo, suelo y paredes estaban salpicados de sangre. En un rincón veíanse varias toallas también ensangrentadas.
Una mirada a la bañera acabó de horrorizar al agente. Estaba llena de agua mezclada con sangre y, flotando en ella, boca abajo, veíase el desnudo cuerpo de un hombre.
El policía no esperó a ver más. Después de lanzar otra exclamación, salió del cuarto de baño y, bajando de tres en tres los escalones, corrió a la calle.
CAPÍTULO II
LOS SECRETOS DEL SEGUNDO PISO
A la media hora de haber sido descubierto el asesinato, Nick Carter entraba en la casa.
Cuando Terrence McGinty, el policía, salió a la calle, la primera persona a quien encontró fue a Patsy, uno de los ayudantes del famoso detective. Al reconocerle, el agente detuvo su carrera y exclamó:
—¡Oye, Pat! ¿Quieres hacerme un favor?
—Desde luego. ¿Qué te pasa?
Con voz entrecortada por la emoción, McGinty, explicó el macabro hallazgo y terminó:
—Telefonea a la comisaría y cuéntale al sargento lo que he encontrado en esa casa. Que envíe en seguida a alguien.
—Voy corriendo —contestó Patsy— pero recuerda una cosa, Torrence: no debes dejar entrar a nadie en el edificio hasta que llegue el sargento.
—No te preocupes; nadie entrará.
Patsy dirigióse a una farmacia próxima; pero, en vez de llamar a la comisaría, telefoneó a su jefe y, en pocas palabras, le puso al corriente de todo.
Casualmente, el inspector Scropp acababa de llegar a casa de Nick Carter para consultarle sobre un asunto de gran importancia.
De esta visita podía resultar el que un agente partiese hacia Chicago en el tren de las seis de la mañana, con orden de prender a cierto «gángster». Por ello el inspector se presentó a las cinco en casa de su amigo.
Cuando Nick recibió la comunicación de su ayudante, ordenó a éste que esperase un momento y se apresuró a exponer los hechos a Scropp.
—Dígale que regrese junto a McGuinty—dijo el inspector—y que esperen en la puerta hasta que lleguemos usted y yo.
El detective siguió las indicaciones de su compañero. Cuando hubo terminado, Scropp murmuró:
—Parece un asunto interesante. Nick —y, tras una pausa, añadió—: Déjeme un momento el teléfono, por favor.
Llamó a la Jefatura Superior de Policía y ordenó al sargento de guardia que se dirigiese inmediatamente a la casa de Riverside Drive, pero que no hiciese nada hasta que llegasen él y Nick Carter.
Los policías de la Jefatura y el inspector Scropp y su compañero, llegaron casi al mismo tiempo a la casa del crimen. Nick Carter fue el primero en entrar, seguido de Scropp y de los demás policías.
—Dígales que esperen aquí hasta que reciban orden de entrar—dijo Nick volviéndose hacia el inspector. — Será mejor que, antes, echemos nosotros un vistazo al lugar.
Scropp hizo lo que le indicaba su amigo. Después preguntó el detective:
—Usted debe saber a quién pertenece esta casa, ¿verdad, Scropp?
—De momento no recuerdo. Este barrio es tan tranquilo, que no me he preocupado mucho de las personas que viven en él... ¡Alto! ¡Ya recuerdo! Sí, sí, ya sé quién vive aquí.
—¿Quién?
—Attila Corazona. Sí, ella es.
Entretanto habían entrado en el vestíbulo y, desdeñando las habitaciones de la planta baja, subieron directamente al cuarto de baño.
No lanzaron ningún grito de horror ante el espectáculo del hombre. Horrores mayores habían visto los dos. Nick acercóse al muerto y le hizo dar media vuelta.
Pero si esperaba poder identificarlo quedó defraudado; pues el rostro estaba convertido en una masa sanguinolenta, que desafiaba todo intento de reconocimiento.
Dejando el cadáver en la misma posición que ocupara antes, o sea con el rostro metido en el agua, Nick volvió junto a Scropp, que le observaba desde la puerta.
—Le va a ser difícil identificar al muerto ése, inspector —sonrió el detective—. Por lo menos, no creo que lo consiga por su retrato. Será cosa de examinar todo esto, ¿no?
En el cuarto de baño v desparramados por el suelo, veíanse dos sábanas, tres fundas de almohada, dos mantas y diez toallas; todo más o menos empapado en sangre.
Sólo estaba algo más limpio el fino pañuelo, rodeado de encajes, que flotaba en la bañera. Era, sin la menor duda, un pañuelo de mujer; pero de mujer elegante y refinada.
La sangre del suelo y de las paredes estaba casi seca. En dos sitios se veían, con toda claridad, las huellas de unos zapatos femeninos. Una era la del pie izquierdo, otra la del derecho.
Nick y el inspector, después de fijarse en todos estos detalles, salieron del cuarto de baño, cerrando la puerta tras ellos.
—Creo que por ahora ya hay bastante —dijo el detective—. Cuando el forense haya presentado su informe, volveremos a interesarnos por el muerto. Ahora, inspector, ¿por dónde le parece que empecemos? ¿Qué puerta le gusta más?
—Por la última, tanto da —replicó Scropp—. ¿Podrá abrirla?
—Con la mayor facilidad del mundo—contestó Nick.
Sacó una ganzúa y, dos segundos más tarde, la puerta estaba abierta.
Pero ni en aquella habitación ni en otras dos que visitaron, pudieron encontrar nada de interés. Sólo comprobaron que, en todas estaban las luces encendidas.
Al entrar en la cuarta habitación del primer piso, que quedaba en la parte delantera de la casa, los dos hombres comprendieron que allí había ocurrido algo.
El saloncito presentaba evidentes señales de desorden. Sobre una mesita veíanse algunas revistas colocadas de cualquier manera, como si hubiesen sido arrojadas allí desde alguna distancia y al caer hubiese volcado una caja de cigarrillos egipcios, cuyo contenido estaba desparramado por la brillante superficie de la mesa, y por la alfombra. Un arrugado periódico de la noche estaba sobre un sillón, junto a una puerta que, indudablemente, daba paso a un dormitorio.
—¿Qué encontraremos ahí? —preguntó Nick.
—A Attila Corazona... o lo que hayan dejado de ella —replicó sombríamente el inspector.
Y, por el movimiento de cabeza de Nick Carter, era indudable que el detective pensaba lo mismo que su compañero.
Fue él quien abrió la puerta del dormitorio. Como en las demás habitaciones de la casa, también allí estaban encendidas las luces. Por lo tanto, pudieron apreciarse en seguida todos los objetos del aposento.
Los dos hombres permanecieron en el umbral de la puerta.
—Parece estar dormida —dijo en un susurro el inspector.
Nick Carter movió afirmativamente la cabeza. Las miradas de los dos compañeros volvieron al profundo sillón donde estaba sentada, con los ojos cerrados, una hermosa y elegante mujer.
—Es Attila Corazona —murmuró el detective—. No presenta señales de violencia; pero es indudable que está muerta. Hasta le han puesto un libro en el regazo.
CAPÍTULO III
LAS INVESTIGACIONES
Nick Carter dirigióse en seguida hacia el cuerpo de la mujer. Desde la puerta había visto lo bastante para convencerse de que Attila Corazona no murió en el sillón donde estaba sentada y que la persona que la colocó allí hizo lo posible para crear la impresión de que la muerte había sido repentina o que se trataba de un suicidio.
En el libro medio abierto que tenía la muerta en el regazo, el detective descubrió un largo tubo de cristal de los que sirven para el envasado de píldoras.
Aunque el tubo estaba vacío, Nick Carter vio en el fondo del mismo una ligera manchita verde, tan débil que apenas era perceptible.
Al mirar el hermoso cuerpo de la mujer, encontró una manchita del mismo color en la barbilla. No era mucho mayor que la cabeza de un alfiler y tan tenue, que sólo los ojos de un investigador como el famoso detective podían haberla descubierto. Era indudable que aquella mancha la produjo la gota del líquido que llenó el tubo que, en aquel momento, estaba entre las páginas del libro sostenido por las hermosas y enjoyadas manos de Attila Corazona.
—El que haya dispuesto el cuerpo es un verdadero artista —dijo en alta voz el detective.
El inspector, que estaba enfrascado en otras investigaciones en el extremo opuesto del cuarto, contestó con un gruñido y continuó sus pesquisas.
Nick Carter le dirigió una rápida mirada y, sonriendo, volvió a sus investigaciones.
Sacó de un bolsillo una magnífica lupa y abismóse en el examen de la manchita verde que aparecía en el tubo. Después de varios minutos dirigió su atención hacia la otra manchita verde, la que aparecía en la barbilla.
Luego, con el mismo cuidado, examinó las manos, procurando no variar la postura del cuerpo.
Es preciso advertir que el detective se acercó solo al cadáver, pues el inspector estaba ocupado en otro lugar del cuarto.
Terminado el reconocimiento del cadáver, Nick fue retrocediendo hacia la puerta, sin apartar la vista de Attila. Llegado allí, inclinóse y contempló atentamente la rica alfombra que cubría el suelo. Con ayuda de la lupa examinó algunos lugares; luego observó con toda atención las zapatillas que calzaba la muerta. Hecho esto dirigió durante varios minutos su atención a varios puntos de la alfombra qué presentaban claras huellas de haber sido repetidamente hollada.
Entretanto, el inspector habíase acercado a la asesinada e, igual que el detective, la examinó con todo cuidado.
Pasaron varios minutos y, por fin, Scropp se acercó a su compañero y le preguntó:
—¿Listos, Nick?
—De momento, sí —contestó el detective.
—¿Podemos telefonear al forense?
—Sería mejor examinar antes la planta baja.
—Tiene usted razón.
Pasó media hora antes de que el forense recibiese una llamada telefónica con el encargo de que acudiese a Riverside Drive.