Herido en acto de servicio, John Corey, detective de la brigada de homicidios de la policía de Nueva York, se recupera en un pueblecito de Long Island habitado por agricultores, pescadores y, por lo menos, un asesino. Tom y Judy Gordon, una joven y atractiva pareja de biólogos conocidos de Corey, han sido hallados en su jardín con sendas balas en la cabeza. Los primeros indicios apuntan a un robo frustrado, pero el rumor de guerra bacteriológica que salpica al centro de investigación de patologías animales de Long Island hace que circule el rumor de que los Gordon se habían apoderado de una sustancia muy peligrosa. El asesinato del matrimonio se convierte en un crimen de repercusiones mundiales y Corey acaba tomando cartas en el asunto. Sus investigaciones nos conducen por tradiciones, leyendas y secretos ancestrales del norte de Long Island, a la vez que el astuto detective se ve envuelto en una trama mucho más compleja de lo que esperaba.
Nelson DeMille
Isla misterio
John Corey - 1
ePub r1.0
eKionh 11.06.14
Título original: Plum Island
Nelson DeMille, 1997
Traducción: Enric Tremps Lladó
Diseño de cubierta: eKionh
Editor digital: eKionh
ePub base r1.1
Para Larry Kirshbaum,
amigo, editor y compañero de juego.
Agracecimientos
Expreso mi agradecimiento a las siguientes personas, por compartir sus especiales conocimientos conmigo. Cualquier error u omisión en la narración es responsabilidad exclusivamente mía. También me he tomado algún que otro pequeño margen de licencia literaria, pero en general he procurado mantenerme fiel a su información y consejos.
En primer lugar, gracias al teniente de detectives John Kennedy del Departamento de Policía del condado de Nassau, que trabajó casi tanto como yo en esta novela. John Kennedy es un voluntarioso oficial de policía, abogado honrado, experto navegante, buen marido de Carol, excelente amigo de los DeMille y severo crítico literario. Muchísimas gracias por tu tiempo y tu maestría.
Desearía darle las gracias de nuevo a Dan Starer del Research for Writers, NYC, por su diligente trabajo.
También quiero agradecerles a Bob y Linda Scalia su ayuda sobre tradiciones y costumbres locales.
Mi agradecimiento a Martin Bowe y Laura Flanagan de la biblioteca pública Garden City, por su extraordinaria ayuda en la investigación.
Muchas gracias a Howard Polskin de la CNN y a Janet Alshouse, Cindi Younker y Mike DelGiudice de News 12 Long Island, por facilitarme sus filmaciones de Plum Island.
Gracias de nuevo a Bob Whiting, de Banfi Vintners, por compartir conmigo sus conocimientos y su pasión por el vino.
Mi agradecimiento al doctor Alfonso Torres, director del Centro de Patología Animal de Plum Island, por su tiempo y paciencia, y mi admiración a él y a su personal por el importante y desinteresado trabajo que realizan.
Mi sincera gratitud a mi ayudante, Dianne Francis, por centenares de horas de trabajo arduo y voluntarioso.
Mi penúltimo agradecimiento a mi representante y amigo, Nick Ellison, y a su personal: Christina Harcar y Faye Bender. Ningún autor podría tener mejor representante ni mejores colegas.
Por último y sobre todo, gracias de nuevo a Ginny DeMille. Éste es su séptimo libro y edita todavía con amor y entusiasmo.
Nota del autor
En cuanto al Centro de Patología Animal de Plum Island del Ministerio de Agricultura de Estados Unidos, me he tomado un pequeño margen de licencia literaria respecto a la isla y al trabajo que se realiza en la misma.
Tres pueden guardar un secreto si dos de ellos están muertos.
BENJAMIN FRANKLIN
Poor Richard’s Almanac (1735)
Capítulo 1
A través de mis prismáticos contemplaba una bonita lancha de unos quince metros de eslora, anclada a unos centenares de metros de la orilla. Había dos parejas a bordo, de algo más de treinta años, que se lo pasaban de lo lindo disfrutando del sol y tomando unas cervezas o lo que fuera. Las mujeres llevaban sólo la parte inferior de un diminuto biquini y uno de los hombres que estaba a proa se quitó su bañador, permaneció ahí de pie unos instantes en cueros, se arrojó al agua y nadó alrededor del barco. Qué país tan maravilloso. Dejé los prismáticos sobre mi regazo y descorché una Budweiser.
Estábamos a finales de verano y no me refiero a los últimos días de agosto, sino a los de setiembre, en vísperas del equinoccio otoñal. Había pasado la festividad del Día del Trabajo y estaba por llegar el veranillo de San Martín, si es que alguien sabe lo que es eso.
Yo, John Corey, poli convaleciente de profesión, estaba sentado en la terraza trasera de la casa de mi tío, en una silla de mimbre, ocupado en pensamientos superficiales. Se me ocurrió que el problema de no hacer nada consiste en saber cuándo uno ha terminado.
La terraza, antigua, rodea tres costados de la casa rural victoriana, construida en mil ochocientos noventa y pico, con sus correspondientes tejas ornamentadas, torretas y aleros a lo largo de sus nueve metros de longitud. Desde donde estaba sentado vislumbraba la gran bahía de Peconic, más allá del parterre inclinado, cubierto de césped. El sol se acercaba al horizonte de poniente, como corresponde a las siete menos cuarto de la tarde. Soy hombre de ciudad, pero empezaba a disfrutar realmente de las delicias del campo, del cielo y todo lo demás, incluso hace unas semanas encontré la Osa Mayor.
Llevaba sólo una camiseta blanca y unos vaqueros cortados, que habían sido de mi talla antes de perder peso. Apoyaba los pies descalzos sobre la barandilla y los pulgares servían de marco a la lancha que antes he mencionado.
A esa hora empiezan a oírse los grillos, las cigarras y quién sabe qué otros bichos, pero como no soy muy aficionado a los sonidos de la naturaleza tenía junto a mí un magnetófono portátil sobre la mesa con la música de The Big Chill, mi cerveza en la mano izquierda, los prismáticos sobre el regazo y, en el suelo, cerca de mi mano derecha, mi arma personal, un revólver Smith & Wesson del treinta y ocho con un cañón de cinco centímetros, que cabe perfectamente en mi bolso. Es una broma.
En algún momento de los dos segundos de silencio entre When a Man Loves a Woman y Dancing in the Street, oí o sentí en las tablas de madera del suelo, viejas y crujientes, que alguien caminaba por la terraza. Como vivo solo y no esperaba a nadie, levanté mi treinta y ocho con la mano derecha y lo coloqué sobre el regazo. Para que no me tomen por paranoico debo aclarar que no me estaba restableciendo de unas paperas sino de tres heridas de bala, dos de nueve milímetros y una de un Magnum del calibre cuarenta y cuatro, aunque poco importa el tamaño de los agujeros; al igual que en la propiedad inmobiliaria, lo que importa de los agujeros de bala es sin ninguna duda la ubicación. Evidentemente, la ubicación de los míos era la correcta, puesto que me estaba recuperando y no descomponiendo.
Miré a mi derecha, donde la terraza gira hacia el oeste de la casa. Un individuo dobló la esquina, se detuvo a unos cinco metros de donde yo me encontraba y contempló las prolongadas sombras del sol poniente. En realidad, dicho individuo proyectaba también una larga sombra que me pasaba por encima y le impedía verme. Pero, con el sol a su espalda, también era difícil para mí verle la cara o adivinar sus intenciones.
—¿Qué desea? —pregunté.
—Ah, hola, John —respondió después de volver la cabeza para mirarme—. No te había visto.
—Siéntate, jefe —dije mientras guardaba mi revólver bajo la camiseta y bajaba el volumen de Dancing in the Street.
Sylvester Maxwell, conocido como Max, representante de la ley en esa zona, se acercó hasta situarse frente a mí y apoyó el trasero en la barandilla. Llevaba una chaqueta azul, camisa blanca, pantalón de algodón de color claro y unas zapatillas deportivas sin calcetines. Fui incapaz de decidir si estaba o no de servicio.
—Hay refrescos en la nevera —dije.
—Gracias —respondió Max, para quien la cerveza es un refresco, antes de agacharse y coger una Budweiser.
Durante unos momentos saboreó su cerveza y contempló un punto perdido en el espacio a unos tres palmos de su nariz, mientras yo me concentraba de nuevo en la bahía y escuchaba Too Many Fish in the Sea de las Marvelettes. Era lunes, gracias a Dios se habían marchado los domingueros y, como he dicho antes, había pasado ya la festividad del Día del Trabajo, cuando terminaban la mayoría de los alquileres veraniegos y se recuperaba la tranquilidad. Max es un chico de pueblo y nunca va directamente al grano, de modo que uno se limita a esperar.
—¿Es tuya esta casa? —preguntó por fin.
—Es de mi tío. Quiere que se la compre.
—No lo hagas. Según mi filosofía, si algo vuela, flota o jode, alquílalo.
—Gracias.
—¿Vas a quedarte algún tiempo?
—Hasta que deje de silbar el viento a través de mi pecho.
Sonrió y adoptó de nuevo una actitud contemplativa. Max es un individuo corpulento, aproximadamente de mi edad, o sea de unos cuarenta y cinco años, con el cabello rubio ondulado, tez rubicunda y ojos azules. Las mujeres parecen encontrarlo atractivo, afortunadamente para él, que es soltero y heterosexual.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
—Bien.
—¿Te apetece un poco de ejercicio mental?
No respondí. Conozco a Max desde hace unos diez años pero como no vivo en esta zona sólo nos vemos de vez en cuando. A estas alturas debo aclarar que soy detective de homicidios en Nueva York, destinado en Manhattan norte hasta que fui herido de bala. Eso sucedió el 12 de abril. Un detective de homicidios no había sido herido en Nueva York desde hacía unas dos décadas, así que se convirtió en una gran noticia. Los de la oficina de información pública del Departamento de Policía de Nueva York alentaron la publicidad porque era momento de renovar los contratos y, dado que soy una persona tan agradable, atractiva, etcétera, decidieron extraerle el máximo rendimiento y, con la cooperación de los medios de comunicación, seguimos con el tema. Entretanto, los dos canallas que me dispararon siguen todavía en libertad. De modo que pasé un mes en el presbiteriano de Columbia, a continuación unas semanas en un piso de Manhattan y luego mi tío Harry sugirió que esta casa veraniega era el lugar indicado para un héroe. ¿Por qué no? Llegué a finales de mayo.
—Creo que conocías a Tom y Judy Gordon —dijo Max.
Lo miré. Nuestros ojos se encontraron y comprendí.
—¿Los dos? —pregunté.
—Los dos —asintió antes de un momento de respetuoso silencio—. Me gustaría que echaras una ojeada al lugar del crimen.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? Como favor personal. Antes de que todos los demás intervengan en el asunto. Ando escaso de detectives de homicidios.
A decir verdad, el Departamento de Policía de Southold carece de detectives de homicidios, lo que habitualmente no importa porque aquí son muy pocos los asesinatos que se cometen. Cuando eso sucede, la policía del condado de Suffolk manda a sus investigadores y Max les cede el caso, pero no le gusta.
Ahora un poco de geografía local. Éste es el pueblo de Southold, en la zona norte de Long Island, Estado de Nueva York, que según reza el letrero de la autopista fue fundado en mil seiscientos cuarenta y pico por gentes de New Haven, Connecticut, que quién sabe si huían del rey. La zona sur de Long Island, al otro lado de la bahía de Peconic, es la parte elegante, donde residen escritores, pintores, editores y otros personajes por el estilo. Aquí, en el norte, los habitantes son agricultores, pescadores y cosas parecidas. Y puede que uno de ellos, asesino.
En todo caso, la casa de mi tío Harry está situada en la aldea de Mattituck, a unos ciento cincuenta kilómetros por carretera de la calle Ciento Dos Oeste, donde dos caballeros de aspecto hispano habían efectuado catorce o quince disparos contra un servidor de ustedes y alcanzado tres veces el blanco móvil desde una distancia de ocho a diez metros; no muy impresionante, aunque no critico ni me quejo.
El municipio de Southold comprende casi todo el norte de la isla, con sus ocho aldeas y un pueblo llamado Greenport, así como un cuerpo de policía de unos cuarenta agentes y a Sylvester Maxwell como jefe.
—Nada se pierde por mirar —dijo Max.
—Claro que sí. Imagina que me obligan a declarar en un momento inoportuno. Aquí nadie me paga.
—En realidad he hablado con el supervisor y ha accedido a contratarte oficialmente como asesor. Cien pavos diarios.
—Caramba. Parece el tipo de trabajo para el que hay que disponer antes de unos ahorros.
Max sonrió.
—No te quejes, te servirá para gasolina y teléfono. De todos modos no estás haciendo nada.
—Procuro que se cierre el agujero de mi pulmón derecho.
—Esto no será agotador.
—¿Cómo lo sabes?
—Es tu oportunidad para convertirte en un buen ciudadano de Southold.
—Yo soy neoyorquino. No se supone que deba ser un buen ciudadano.
—Por cierto, ¿conocías bien a los Gordon? ¿Erais amigos?
—Más o menos.
—Bien, ahí está tu razón para hacerlo. Vamos, John. Levántate. Vámonos. Te deberé un favor. Te perdonaré una multa.
Sinceramente, estaba aburrido y los Gordon eran buenas personas… Me levanté y dejé mi cerveza.
—Aceptaré el trabajo a un dólar por semana, para que sea oficial.
—Bien. No lo lamentarás.
—Por supuesto que lo haré —respondí antes de parar Jeremiah Was a Bullfrog—. ¿Hay mucha sangre?
—Un poco. Heridas en la cabeza.
—¿Crees que necesito ponerme botas?
—Bueno… les ha salido parte del cráneo y del cerebro por la nuca…
—De acuerdo.
Después de ponerme las chancletas, Max y yo rodeamos la casa por la terraza hasta la puerta principal. Luego subí a su coche oficial sin distintivos, un Jeep Cherokee de color blanco con una ruidosa radio de policía.
Condujimos por el largo camino de la casa, que durante aproximadamente un siglo mi tío Harry y sus predecesores habían cubierto de conchas de ostra y lapas mezcladas con cenizas y ascuas del fogón de carbón para evitar el polvo y el barro. Ésta había sido una de las llamadas explotaciones agrícolas de la bahía y se encuentra junto a la orilla del mar, pero se ha vendido la mayor parte de la tierra cultivable. El terreno está un poco abandonado y su vegetación consiste predominantemente en plantas de escasa utilidad, como forsythias, sauces blancos y setos de ligustro. La casa es de color beige, con bordes y tejado verdes. A decir verdad es bastante encantadora y puede que la compre si los médicos de la policía me dan por inútil. Debería ejercitarme en toser sangre.
A propósito de mi inutilidad, tengo bastantes posibilidades de conseguir una pensión vitalicia y libre de impuestos, aproximadamente tres cuartos de mi salario. Eso equivale en el Departamento de Policía de Nueva York a encontrarse en Atlantic City, tropezar con un pliegue de la alfombra en el Trump’s Castle y golpearse la cabeza con una máquina tragaperras ante un abogado laboralista. ¡El gordo!
—¿Me estás escuchando?
—¿Cómo?
—Decía que un vecino descubrió los cadáveres a las cinco cuarenta y cinco…
—¿Ya estoy contratado?
—Por supuesto. Ambos habían recibido un solo disparo en la cabeza y los encontró en el suelo del jardín…
—Max, eso ya lo veré. Háblame del vecino.
—De acuerdo. Se llama Edgar Murphy, es un anciano caballero. Oyó que llegaba el barco de los Gordon a eso de las cinco y media. Al cabo de unos quince minutos se acercó a su casa y los encontró asesinados. No oyó ningún disparo.
—¿Aparato auditivo?
—No. Se lo he preguntado. Según él, su esposa también oye perfectamente. Puede que utilizaran un silenciador. O tal vez estén más sordos de lo que creen.
—Pero oyeron el barco. ¿Está Edgar seguro de eso?
—Bastante seguro. Nos llamó a las cinco cincuenta y uno, de modo que su precisión es considerable.
—Desde luego.
Consulté mi reloj. Ahora eran las siete y diez. Max debió de tener la brillante idea de venir a buscarme poco después de llegar al lugar del crimen. Supuse que a estas alturas habrían llegado los muchachos de homicidios del condado de Suffolk. Seguramente se habrían desplazado desde una ciudad llamada Yaphank, donde se encontraba el cuartel general de la policía del condado, que estaba aproximadamente a una hora en coche de la residencia de los Gordon.
Max continuó perorando mientras yo intentaba concentrarme, pues habían transcurrido unos cinco meses desde que había tenido que pensar en asuntos de este tipo. Tuve la tentación de exclamar: «¡Sólo hechos, Max!». Pero dejé que siguiera hablando. Además, no podía quitarme de la cabeza Jeremiah Was a Bullfrog y, como todos sabemos, es muy molesto cuando uno no puede dejar de pensar en una canción. Especialmente en ésa.
Miré por la ventanilla abierta del coche. Íbamos por el eje este/oeste, convenientemente denominado carretera principal, hacia un lugar llamado punta de Nassau donde viven, o vivían, los Gordon. La zona norte de Long Island es parecida a Cape Cod, azotada por el viento, rodeada de agua por tres costados y repleta de historia.