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Seis anillos de muerte

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  Aventuras trepidantes del detective Jim Wallace. En este caso, cambiando continuamente de personalidad, va logrando el objetivo de reunir los seis anillos que le conducen al botín, eliminado por el caminos a los peligrosos contrincante.
  
  
  
  
  
  Nick Carter
  
  
  
  
  
  Seis anillos de muerte
  
  
  
  
  ePub r1.0
  
  Titivillus 01.05.2020
  
  
  
  
  
  Título original: Six Rings of Death
  
  Nick Carter, 1933
  
  Traducción: José Mallorquí
  
  Ilustraciones: Desconocido
  
  Retoque de cubierta: Titivillus
  
  
  
  Editor digital: Titivillus
  
  ePub base r2.1
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO PRIMERO
  
  
  
  LEGADO DE TERROR
  
  
  El ascensor se detuvo en el cuarto piso, y un hombre de aspecto vigoroso y edad indefinible salió de él. Avanzó rápido por el pasillo y fue a detenerse ante una puerta vidriera en la que se leía el nombre de «Haley & Cía. — Joyeros».
  
  El hombre se palpó el pecho y la cadera. Ningún bulto en su elegante traje gris, indicaba que fuese portador de dos pistolas bajo los sobacos y otra en el bolsillo de atrás del pantalón.
  
  Después de abrir la puerta entró en una desierta habitación sin ventanas. En un extremo veíase otra puerta. El visitante dirigiose hacia ella y llamó insistentemente.
  
  Pasaron unos segundos. Por fin se abrió una ventanilla que dejó ver una fuerte reja y el rostro de una joven que preguntó al hombre el motivo de su visita.
  
  —Soy Jim Wallace. El señor Haley me ha mandado llamar.
  
  La empleada, sonriendo, cerró de nuevo la ventanilla. En seguida abrió la puerta y, saludando al famoso detective, invitole a pasar.
  
  —La compañía de seguros nos dijo que tomásemos todas estas precauciones a fin de proteger las joyas —explicó.
  
  Jim sonrió comprensivo y siguió a la joven a través de una oficina en la que trabajaban dos mecanógrafas y un hombre. Por fin llegaron a un despacho situado a la izquierda de la sala. Un momento después, Wallace estaba ante Frederick Haley, el famoso joyero, quien, de pie ante su mesa escritorio, le tendía la mano.
  
  —La compañía de seguros me indicó que deseaba usted verme, señor Haley —dijo el detective—. Es todo cuanto sé acerca de este asunto.
  
  Haley movió la cabeza.
  
  —Me dijeron que era usted el mejor detective de los Estados Unidos —empezó— y quisiera que hiciese un trabajo para un amigo.
  
  —¿Qué clase de trabajo? —preguntó Jim.
  
  Haley guardó silencio un instante. Después dijo:
  
  —No puedo explicarle de qué se trata. Todo cuanto estoy en condiciones de decirle es que mi amigo se llama Benson y que estará en el vestíbulo del Hotel Massachussetts dentro de… —el joyero consultó su reloj— dentro de un cuarto de hora. Llevará un traje negro y un clavel rojo en la solapa. También le diré, por si le interesa, que se trata de una causa justa.
  
  Jim se levantó, diciendo secamente:
  
  —Me interesa. Ahora perdóneme usted, señor Haley, pero voy, a marcharme. Si quiero estar en el hotel Massachussetts dentro de un cuarto de hora tendré que darme mucha prisa.
  
  Salió del despacho, esperó a que la joven empleada le abriese la puerta y corrió hacia el ascensor. Un minuto más tarde llegaba a la calle.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Cuando Jim F. Wallace entró en el vestíbulo del hotel Massachussetts su aspecto había cambiado. El ala de su fieltro, que de ordinario le caía en suave curva sobre los ojos, había sido vuelta hacia arriba. Aque lio y una expresión de perfecto idiotismo desfiguraba por completo el despierto rostro del detective. Nadie hubiera supuesto, al verle, cuál era su verdadera personalidad.
  
  No tardó mucho en encontrarle. Benson había trabajado años antes para el Servicio Secreto, y Jim ignoraba los motivos que tuvo para retirarse.
  
  El joven preguntose por que empleaba un medio tan visible para encontrarse con él. Por otra parte, el que Benson fuese amigo de Haley no era extraño. Como empleado del Departamento del Tesoro, debía de haber visitado infinitas veces al famoso joyero.
  
  El detective siguió mirando a su alrededor. Sentados en un extremo del vestíbulo descubrió a dos individuos conocidos. De momento no pudo recordar sus nombres, pero sabía que eran gangsters de segunda clase, pues aunque habían cometido la necesaria cantidad de crímenes para llamarse pistoleros, no habían ingresado aún en las bandas neoyorquinas.
  
  Benson levantose y dio unos pasos por el vestíbulo. Wallace advirtió en seguida que uno de los pistoleros daba con el codo a su compañero. Ambos bajaron los periódicos que fingían leer y siguieron con la mirada a Benson. Jim comprendió el significado de todo aquello.
  
  El antiguo agente secreto que quería que Jim Wallace trabajase para él estaba condenado a muerte por algún gangster.
  
  El detective sonrió. Aquel parecía ser un caso interesante. El trabajo de las semanas anteriores le había aburrido soberanamente. Sólo una sucesión de problemas sencillos. Al día siguiente de recibir el encargo arrestaba al culpable y al otro enviaba la factura de sus honorarios. Ganaba mucho, pero se aburría como una ostra.
  
  En cambio el asunto actual no prometía un gran beneficio (el aspecto de su nuevo cliente no era de persona rica), pero sí emoción y peligro. Antes de hablar con él, Wallace comprendió que, fuese cual fuese el caso, trabajaría para Benson.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Jim cruzó el vestíbulo y, dirigiéndose al despacho de recepción, presentó su tarjeta al empleado. Al leer el nombre impreso en la cartulina, este arqueó, asombrado, las cejas y miró al famoso detective, quien solicitó hablar con su colega del hotel.
  
  Cuando hubo cambiado unas palabras con el policía retirado que ejercía las funciones de guardián del orden en el Massachussetts, Jim volvió sobre sus pasos y recostose en una columna para observar la marcha de los acontecimientos.
  
  El detective del hotel miró a su alrededor sin demostrar la menor sospecha. Al fin pudo descubrir a los dos gangsters sentados en el rincón y, pausadamente, dirigiose hacia ellos.
  
  Wallace estaba demasiado lejos para oír las palabras que se cambiaron entre los tres hombres, pero se las imaginó. Pasaron unos segundos. Los dos gangsters se levantaron y, poniéndose los sombreros, encamináronse hacia la puerta del hotel. Iban muy juntos y mirando furtivamente al detective.
  
  Cuando hubieron salido, Jim dio las gracias a su colega, quien, encogiéndose de hombros, regresó a su despacho. Cuando volvió a mirar a Benson descubrió que éste no apartaba la vista de él. Indudablemente lo que acababa de ocurrir no le había pasado inadvertido.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  No habiendo ya motivo para ocultarse, Jim dirigiose hacia el hombre y, tendiéndole la mano, preguntó:
  
  —¿El señor Benson?
  
  —Yo mismo —contestó el otro—. Supongo que usted será Jim Wallace. ¿Recibió el encargo que le envié por mediación de Haley?
  
  Wallace asintió.
  
  —Yo estaba en el Servicio Secreto —explicó Benson—, pero me retiré hace un par de meses.
  
  —¿Por qué?
  
  Benson movió la cabeza.
  
  —No por lo que usted cree —replicó—. No me expulsaron ni me exigieron la dimisión. Fue por motivos de salud. Sigo recibiendo media paga. —Y mostró un certificado a Jim.
  
  —Siga, usted con su relató —dijo el detective—. Y perdóneme por haber dudado de usted.
  
  —Cuando aún estaba en él Servicio tuve ocasión de hacer un favor a un ladrón llamado Taubeneck. —Este nombre no dijo nada a Jim—. Taubeneck murió en Atlanta hace un mes. Fui yo quien le envió a esa penitenciaría. El hombre me estaba agradecido, pues cuando le detuve hubiese podido matarle. En lugar de hacerlo me desvié de mi camino por salvarle la vida. Hice también otras cosas por él; cuidé de sus pequeños mientras cumplía su condena.
  
  Wallace sonrió. Hasta el momento la historia era perfectamente plausible. Benson prosiguió:
  
  —El resultado de todo fue que Taubeneck, al morir, me nombró su testamentario, con el encargo de conservar para mí la mitad de su dinero y entregar el resto a sus hijos. Ese dinero está en una caja de seguridad de un Banco de Nueva York. La llave la tenía, entre los efectos que le guardaba, el jefe de la cárcel de Atlanta…
  
  Benson interrumpiose bruscamente, dirigiendo una temerosa mirada a su alrededor. Acercose más a Jim, al hablar de nuevo, su voz era un susurro.
  
  Desde que recibí la llave he sido perseguido —continuó—. Se me ha condenado a muerte. De esto hace tres días y ya se ha atentado quince veces contra mi vida. Todas ellas han parecido accidentes casuales. No puedo pasar bajo una obra sin que caiga cerca de mí un ladrillo o una viga de hierro. Ayer noche se hundió el cielo raso de mi dormitorio y estuve a punto de morir; tengo un hombro casi dislocado. Cuando voy a coger el metro siempre hay alguien que sin querer me empuja para que caiga a la vía. En pocas palabras, señor Wallace: ¡Tengo un miedo enorme de morir asesinado!
  
  Los ojos de Jim ilumináronse alegremente.
  
  —¿Ha abierto ya la caja de seguridad? —preguntó.
  
  Benson negó con la cabeza.
  
  —No —contestó—, no me atrevo a hacerlo. Temo que a la salida me esperase un regimiento de pistoleros para hacerme picadillo. Desde que tuve que retirarme de la policía mi salud no ha valido nada y no soy ya el hombre de antes. Por eso deseo pedirle que me acompañe usted a abrir la caja. Creo que es el único hombre capaz de esquivar a esa cuadrilla.
  
  —¿Cómo esquivarla? —exclamó Jim—. ¡Nada de eso! Los atacaremos de frente para que descubran su juego. ¡Vámonos!
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO II
  
  
  
  LA EMBOSCADA
  
  
  Benson no quiso viajar en el metro y Jim no insistió tampoco en hacerlo. El Banco se hallaba en el número 200 de Wall Street, en pleno East Side. El hotel Massachussetts encontrábase en el extremo opuesto, en el West Side.
  
  De momento él joven no hizo caso de la dirección que tomaba el chofer del taxi. En realidad se dirigía hacia el West Side, pero por el North River. Benson hizo algún comentario sobre esto y Wallace le tranquilizó diciéndole que el hombre tomaba aquel camino para evitar el numeroso tráfico que a aquellas horas llenaba las calles céntricas.
  
  A medida que iban avanzando eran menos los vehículos que encontraban. Cuando al fin llegaron al West Twenties, no vieron ya ninguno. Estaban en los muelles del North River, a cuya derecha levantábase un alto tinglado, completamente desierto a aquella hora.
  
  De pronto el chofer pisó el acelerador y, antes de que Jim o Benson pudieran detenerle, dio vuelta al volante hacia la derecha y se metió en el tinglado.
  
  Jim empuñó con indescriptible rapidez su pistola. Inclinose hacia delante y, apoyándola en la espalda del chofer, le ordenó que se detuviera. El hombre, en lugar de obedecerle, siguió adelante. Entonces Wallace levantó el arma y la dejó caer con toda su fuerza sobre la cabeza del conductor.
  
  Estaban ya dentro del tinglado y a cada lado veíase el agua del río. En frente aparecía una puerta de acero ondulado, abierta.
  
  Cuando las manos del chofer abandonaron el volante, el taxi torció a la izquierda y después a la derecha, conservando toda la velocidad.
  
  Cuando se encontraba a seis metros del borde del muelle, Wallace saltó al asiento del conductor y, tirando fuera del auto al inconsciente chofer, enderezó la marcha del vehículo. En seguida dio media vuelta, dispuesto a salir del tinglado por dónde había entrado. Al hacerlo vio avanzar hacia él dos automóviles. Inmediatamente la puerta de acero que cerraba la salida del tinglado empezó a bajar.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Jim F. Wallace pisó el acelerador y dirigiose hacia los dos autos, como si pensase pasar entre ellos. Al acercarse más vio que cada uno de los vehículos iba lleno de hombres armados hasta los dientes. Uno llevaba sobre las piernas un fusil ametrallador Thompson.
  
  El detective mantuvo la dirección hasta llegar a unos cinco metros de los coches. Entonces, torciendo a la derecha, pasó rozando el vehículo en que iba el hombre de la ametralladora, quien, inmediatamente, empezó a tirar contra los neumáticos del taxi.
  
  Jim empuñó una de sus pistolas y disparó dos veces con rápida sucesión. El de la ametralladora se desplomó. La lluvia de balas había cesado, pero el taxi avanzaba cojeando, reventado el neumático de una de sus ruedas traseras.
  
  Volviendo la cabeza hacia su compañero, Wallace le vio echado en el suelo del taxi, disparando contra los gangsters que ocupaban los dos autos.
  
  Como el avance del taxi se hacía difícil, el detective frenó y, tirándose al suelo, empezó a disparar contra el auto de la derecha, en tanto que Benson lo hacía contra el de la izquierda. Los atacados por Jim pararon el fuego un momento, tregua que aprovechó Wallace para tirar sobre uno de los pistoleros que atacaban a su compañero. El hombre cayó con la frente perforada por la certera bala.
  
  En total sólo quedaron cinco adversarios.
  
  Los del coche de la izquierda dispararon contra el detective, que se había puesto, momentáneamente, a descubierto. Su sombrero voló, impulsado por un proyectil.
  
  La réplica del detective derribó a uno de sus atacantes, quedaban sólo dos gangsters en el vehículo de la izquierda y otros dos en el de la derecha.
  
  Éstos, aprovechando el respiro que les concedía el joven, abrieron de nuevo el fuego contra él. Wallace no replicó; esperaba pacientemente una oportunidad. En el coche de la izquierda sólo un pistolero disparaba. Sin duda Benson se había deshecho del otro. Apuntando tranquilamente al solitario, Wallace aguardó a que se pusiera ante su pistola, y, cuando esto ocurrió, de un certero balazo, le hizo pasar a mejor vida.
  
  ¡La partida estaba ya igualada; eran dos contra dos!
  
  Wallace agachose sobre los pedales del taxi y rápidamente puso en marcha el motor. El estruendo fue enorme y sin duda los dos gangsters debieron quedar sorprendidos, pues dejaron de disparar. Al fin, uno de ellos, no pudiendo resistir la curiosidad, asomó la cabeza por encima de su parapeto. Al momento fue alcanzado por un tiro de Wallace.
  
  Éste, sin perder un segundo, saltó hacia el auto que resguardaba al bandido superviviente y disparó sobre él, al mismo tiempo que esquivaba el proyectil con que le recibió el gangster. Otro disparo fue suficiente para poner punto final a la batalla y el último pistolero rodó por el suelo.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  A lo lejos sonaron las sirenas de los autos de policía. Sin duda alguien que oyó las detonaciones había avisado por teléfono al cuartelillo más próximo.
  
  Con la pistola en la mano, Jim recorrió el lugar del combate, contando los hombres que él y Benson habían matado. En total eran siete, de los cuales seis vestían al estilo de los gangsters de postín. Sus ropas costaban el triple que un traje dos veces más bueno. La indumentaria del séptimo atacante era la de un hombre de negocios. Jim le miró la mano derecha.
  
  El dedo índice no aparecía ennegrecido, como en los demás pistoleros. Sin duda aquel hombre se había limitado a dirigir el combate, sin tomar parte activa en él.
  
  Al mirar con más atención la mano, el detective descubrió un curioso anillo. Era de oro con un sello de plata en el centro, y, en él, formado por brillantes, veíase el «número Dos».
  
  Benson acercose a su compañero. Había permanecido sentado en el estribo del taxi, recobrándose de la emoción sufrida. Su aspecto era de gran debilidad, Jim recordó entonces que aquel hombre abandonó el Servicio por falta de salud.
  
  Al ver el anillo que examinaba Wallace, el antiguo policía lanzó una exclamación de asombro.
  
  —¡Es igual al que llevaba Taubeneck, sólo que aquél tenía marcado el «número Tres»!
  
  —¿De veras? —preguntó interesado Jim Wallace.
  
  El largo lamento de las sirenas había cesado, señal evidente de que la Policía acababa de llegar. Con toda rapidez el detective guardose el anillo. Lo hizo a tiempo, pues, dos segundos después, los agentes aparecían en escena.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO III
  
  
  
  EL ANILLO «NÚMERO CINCO»
  
  
  La policía no molestó mucho a Jim y a Benson quienes, poco después dirigíanse de nuevo haca el 200 de Wall Street en un taxi proporcionado por los agentes. Wallace se dijo que no les habían molestado mucho, sobre todo después de descubrir que el jefe de los gangsters era Dutch Bennis, a quien los periódicos de Nueva York daban el título de enemigo público «número Seis».
  
  El detective sacó el anillo y se puso a examinarlo. No había visto nunca otro semejante ni creía que fuese pura coincidencia el que Taubeneck hubiera poseído otro igual, aunque con distinto número.
  
  El auto avanzaba por Wall Street hacia el Éste. Wallace miró por la ventanilla. Estaban a punto de llegar al Banco. Golpeando el cristal de la ventanilla, ordenó al conductor:
  
  —¡Deténgase aquí!
  
  EL hombre asintió con un gruñido. Jim descendió y tras de pagar el importe de la carrera, volviose hacia Benson, a quien ayudó a apearse. El antiguo policía estaba pálido como un muerto y temblaba convulsivamente.
  
  —Lo mejor será que, en cuanto hayamos abierto la caja de seguridad, se marche usted al hospital —le aconsejó el detective—. ¿Cuál es su enfermedad?
  
  —El corazón —murmuró Benson. Wallace lanzó un silbido.
  
  —En cuanto sepamos lo que hay dentro de la caja, me haré cargo de este asunto —dijo—. ¿Tiene algún inconveniente?
  
  Benson negó con la cabeza.
  
  Juntos dirigiéronse al Banco. Cuando estuvieron cerca Jim miró hacia arriba. Unos hombres subían a un piso del edificio una enorme caja de caudales, que pesaría su buena media tonelada. Wallace lanzó una exclamación y, cogiendo del brazo a su compañero, le hizo entrar en la casa ante la que se había detenido.
  
  Tratábase de un rascacielos enorme, destinado a oficinas, y comunicaba con dos calles. A toda prisa el detective arrastró a Benson hasta Beaver Street y le hizo entrar en un pequeño café.
  
  —Siéntese aquí —le dijo señalando una mesa— y espéreme. Esta tarde no está usted para más emociones.
  
  En seguida dirigiose hacia la entrada posterior del Banco y entró en él, mirando suspicazmente a todos cuantos pasaban por su lado. Sin embargo no reconoció a nadie.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Metiose en uno de los ascensores y pidió ser conducido al piso decimoquinto. Al llegar, encaminose hacia el ala que daba a Wall Street. Había visto que la caja de caudales era subida allí, pero no sabía con exactitud a qué oficina.
  
  Recorrió un pasillo lleno de puertas con nombres de corredores de Bolsa. Recordaba que la ventana de donde pendía la caja se hallaba hacia el centro del piso. Una de las oficinas que se encontraban en aquel lugar era la de un corredor de algodones; la siguiente pertenecía a un tal Smith, agente de seguros.
  
  «Seguros» es el nombre que utilizan infinidad de veces los gangsters para disimular sus turbios negocios.
  
  Wallace abrió la puerta de cristal esmerilado y solicitó ver al señor Smith. La pelirroja mecanógrafa que recibió la petición contestó que su jefe había salido. Entonces el detective preguntó por el secretario. La mecanógrafa pidiole su tarjeta.
  
  Tras un momento de vacilación el detective se la entregó. Tenía la mano derecha a unos centímetros del bolsillo posterior del pantalón y la izquierda a la altura del pecho. Cada una rozaba la culata de una pistola.
  
  La joven cruzó la oficina y abrió la puerta de un despacho que, según los cálculos de Jim, debía de dar a Wall Street. Sin vacilar ni un momento el detective siguió a la mecanógrafa.
  
  Al entrar en el despacho la muchacha diose cuenta de que era seguida y lanzó un grito. Un rechoncho hombrecillo, sentado ante una enorme mesa, levantó sorprendido la cabeza.
  
  —¿Qué ocurre? —preguntó.
  
  Wallace arrancó su tarjeta de manos de la sorprendida mecanógrafa y la tiró encima del escritorio. La pistola correspondiente a la mano derecha mostraba su negro y amenazador ojo al aterrado hombrecillo. Éste protestó con voz temblorosa e ininteligible, asegurando que no había hecho nada malo.
  
  Jim miró a su alrededor sin encontrar rastro de la caja de caudales. Entonces asomose a una de las ventanas y, a la izquierda, descubrió la cuerda que aún sostenía el cofre.
  
  Guardando el arma en la pistolera el detective se excusó.
  
  —Lo siento —dijo—, pero en la oficina inmediata había una trampa dispuesta para matarme en el momento en que entrase en el edificio. Usted me dispensará si le he asustado, pero hágase cargo de las circunstancias.
  
  Al parecer el hombrecillo hizo un esfuerzo para hacerse cargo.
  
  —¿Quién ocupa el despacho de al lado? —preguntó Wallace.
  
  —Unos corredores de algodones. Pero hace dos semanas que dejaron la oficina.
  
  Sin detenerse a dar las gracias, Jim salió y dirigiose a la puerta señalada con el nombre de los corredores de algodones.
  
  Echándose a un lado para que su silueta no se transparentase por el cristal, Wallace trató de abrir. Estaba cerrada con llave. De un bolsillo sacó un manojo de ganzúas, las engrasó para que no hiciesen ruido al entrar en la cerradura y empezó a probarlas. La cuarta entró un poco. La quinta casi abrió y al fin, la sexta, respondió satisfactoriamente.
  
  El detective hizo girar el tirador al mismo tiempo que la llave. Después guardó las ganzúas y empuñó dos pistolas.
  
  La puerta cerrose silenciosamente detrás de Jim, y ninguno de los cuatro hombres que estaban junto a la ventana se dio cuenta de su presencia. Dos de ellos sostenían una cuerda entre las manos; sin duda la de la caja de caudales. Los demás observaban atentamente la calle.
  
  Uno de ellos era gordo, de cabellos grises y cutis grasiento.
  
  Con las armas apuntando al grupo, Jim sonrió al preguntar:
  
  —¿Por qué no acaban de subir la caja?
  
  Los cuatro hombres se volvieron, sorprendidos.
  
  —Bajen la caja hasta la acera —ordenó el detective.
  
  Los hombres obedecieron pronto.
  
  Jim indicoles en seguida que se agruparan junto a la pared. Cuando lo hubieron hecho acercose al hombre gordo y, guardando una de las pistolas, le dio un fuerte pellizco en las mejillas. Lo que ocurrió fue lo cosa más sorprendente del mundo: entre sus dedos quedó un pedazo de carne. No era carne, sino cera. Un segundo pellizco hizo saltar la otra mejilla, y el rostro del hombre se redujo considerablemente.
  
  —¡Pero si es el amigo Joe Caragol! —exclamó Jim—. ¡Lo contenta que se va a poner la policía cuando te vea!
  
  El llamado Caragol llevose una mano a la cara, frotándose las mejillas. Al hacerlo brilló un anillo en su dedo meñique. Wallace inclinose para verlo mejor, aunque sin dejar de amenazar con su pistola a los bandidos.
  
  El anillo era de oro con un sello de plata y en él, dibujado con diamantes, brillaba el «número Cinco».
  
  El detective miró fijamente al gangster y sin pedir permiso, le quitó la sortija, que guardó en el bolsillo donde estaba la otra. Ambas joyas, al chocar, produjeron un argentino sonido.
  
  Mientras esperaba la llegada de la policía, a la que había telefoneado, Jim F. Wallace contempló pensativo los dos sellos. La mirada de Joe Caragol estaba cargada de odio mientras Jim jugueteaba con las joyas.
  
  Entretanto, el detective reflexionaba sobre aquello. Conocía la existencia de tres anillos semejantes, y el último indicaba que, por lo menos, eran cinco. Uno perteneció a Taubeneck, el gangster. Otro fue de Dutch Bennis, el enemigo público número 6; el tercero acababa de quitárselo a Joe Caragol, futuro presidiario. Jim preguntose en qué manos se encontrarían las demás alhajas, y cuántas habría en total.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO IV
  
  
  
  VOZ DE ULTRATUMBA
  
  
  Cuando Jim F. Wallace se reunió con Benson, éste no estaba tan nervioso como antes. Ante él, encima de la mesa, tenía tres tazas de café vacías. El detective le dio una palmada en el hombro y los dos juntos encamináronse al Banco, donde entraron por la puerta posterior.
  
  Sin el menor tropiezo, y sin que Wallace descubriese nada sospechoso por el camino, llegaron al subterráneo donde se encontraban las cajas de seguridad. En un rincón, tres aspiradores de aire zumbaban monótonamente. En el despacho, un empleado examinó la carta del jefe de la prisión de Atlanta y los documentos que pertenecieron a Taubeneck. Al fin hizo comparecer al detective de la casa y, tras largas conferencias, todo quedó resuelto.
  
  Jim y Benson fueron introducidos en una pequeña cabina cuyas paredes no llegaban al techo. El mobiliario no podía ser más sencillo. Una mesa, tres sillas, plumas y tintero, gomas y unas tijeras.
  
  Al cabo de pocos momentos un empleado le llevó una larga caja de metal, semejante a una de zapatos. También les devolvió la llave, que dejó encima de la mesa.
  
  Al quedarse solos, Jim levantose y sacando una cajita de laca, ordenó a Benson:
  
  —Desnúdese.
  
  A pesar de su sorpresa, el hombre obedeció.
  
  Cinco minutos más tarde, dos hombres exactamente iguales a Jim Fonseca Wallace y a Benson continuaban en la cabina. Pero el que parecía Benson era Jim y el que parecía Jim era Benson.
  
  El detective abrió la caja de seguridad. Si esperaban encontrar un montón de acciones y obligaciones se debieron de llevar un enorme desengaño. Dentro de la caja veíase sólo un sobre cerrado y un pequeño estuche azul.
  
  Wallace apoderose en seguida del estuche. Era de los destinados a guardar anillos. Apretó el resorte, sabiendo por anticipado su contenido.
  
  No se engañó. Dentro del estuche había un anillo de oro. Era exactamente igual a los dos que Jim tenía en su poder; sólo que aquél llevaba marcado el «número Tres».
  
  Benson habíase apresurado a coger el sobre. Lo abrió, encontrando en su interior dos hojas de papel. Los dos hombres leyeron lo siguiente:
  
  «Querido Benson: Lo que voy a pedirte te parecerá insignificante, teniendo en cuenta la cantidad que te daré por ello. Más de ciento cincuenta mil dólares por cumplir un encargo. También te extrañará que un ladrón como yo acuda a un policía, el último hombre a quien, en buena ley, debería pedir un favor.
  
  »Pero eres el único que está enterado de la existencia de mis dos hijos, y por ello me dirijo a ti. Busca el dinero, unos trescientos mil dólares, quédate la mitad, pero entrega el resto a mis hijos. Como sabes, ellos creen que soy ingeniero de minas y que he estado en Rusia durante los diez últimos años. Diles que morí allí y que este dinero me lo entregó el gobierno ruso. Que nunca sepan que soy un ladrón.
  
  »Hace unos dos años, cinco ganasters y yo comprendimos que las cosas se ponían mal. Al paso que íbamos era indudable que terminaríamos por exterminarnos los unos a los otros. Todos teníamos familia o, por lo menos, alguien a quien queríamos y deseábamos que, a nuestra muerte, pudiesen heredar algo.
  
  »Decidimos, pues, juntar dos millones de dólares y sacarlos del país a fin de que, si queríamos dejar la banda y retiramos del negocio, tuviésemos una buena cantidad esperándonos.
  
  »Ninguno de nosotros podía ir a Europa a dejar el dinero, pues nadie era de confianza, y, seguramente, el encargado de hacerlo habría volado con la plata. Por lo tanto decidimos entregar la cantidad a un chino de reconocida honradez, quien la envió a un Banco de Suiza, colocándola a su propio nombre.
  
  »Para conseguir el dinero no tienes más que ir a ver a ese chino y mostrarle el anillo que encontrarás dentro del estuche. Con sólo esto te dará un cheque para un Banco suizo.
  
  »Sin embargo, como los otros cuatro socios —el Número Seis murió— son conocidos y, por lo tanto, tu deber sería arrestarlos, no anoto aquí la dirección del oriental. Dejo cartas para ellos, pidiéndoles vayan a verte al hotel Massachussetts, de Nueva York, y te conduzcan junto al chino. Cuando el Seis murió, el Uno compró su parte. Tal vez ahora también hagan lo mismo.
  
  »Gracias por todo.
  
  Jake Taubeneck».
  
  
  
  Cuando hubieron leído la carta, Wallace y Benson miráronle gravemente. Al fin comprendían lo ocurrido. Los amigos de Taubeneck, en vez de cumplir sus indicaciones y hacer honor a la palabra dada, como él esperaba, se pusieron en seguida en acción para apropiarse del anillo, sin pagar un céntimo por él.
  
  De los cuatro, dos habían quedado descartados. Los otros no cesarían en su empeño de capturar a Benson y a Jim, a quienes sabían poseedores de los anillos. Con ellos, los dos miembros restantes del grupo podrían ir al encuentro del chino y obtener los dos millones de dólares.
  
  Jim F. Wallace levantose y dio unos cortos pasos por el reducido cuartito. De cuando en cuando se palpaba las tres pistolas. Al fin se guardó la carta y dijo señalando la caja:
  
  —Ya no la necesitaremos más.
  
  De pronto cambió de parecer y, metiendo las tres joyas dentro de ella, la cerró. Después pulsó el timbre para llamar al encargado del departamento.
  
  Apenas había transcurrido un minuto cuando oyose una discreta llamada a la puerta. A través del cristal biselado, Jim pudo ver la vaga silueta de un hombre vestido de uniforme.
  
  Abrió en seguida, dando paso al empleado, que se dispuso a coger la caja. Al dejarle entrar, Jim no pudo ver a un individuo que acababa de aparecer en el sótano. La primera noticia que tuvo de su presencia fue al abrir de nuevo la puerta.
  
  Wallace empuñó rápidamente una de sus pistolas, y lo mismo hizo el empleado. El intruso tenía en la mano un resolver y, sin vacilar, disparó sobre el guardián del Banco. El estampido confundiose con la detonación de la pistola de Jim, y el gangster rodó sin vida por el suelo.
  
  El acre humo de la pólvora llenó la cabina. Las personas que habían acudido corrieron asustadas, y otros dos guardianes, pistola en mano, dirigiéronse hacia el lugar de donde habían partido las detonaciones. Jim alzó las manos y lo propio hizo Benson.
  
  El hombre herido por el pistolero levantose con dificultad y señaló al muerto.
  
  —Ese es el culpable —explicó.
  
  Los guardianes enfundaron sus armas y Jim y Benson bajaron las manos.
  
  —Guarde esa caja en su sitio —indicó Jim a uno de los empleados.
  
  El hombre obedeció presuroso. Segundos después regresaba con la llave de la caja.
  
  Oyéronse pasos en la escalera y dos hombres entraron en el sótano. Uno de ellos empuñaba un revólver; era el detective del Banco. El otro era el gerente.
  
  —¿Qué ha ocurrido? —preguntó el primero.
  
  Jim Wallace señalando a su compañero explicó:
  
  —Tenía miedo de venir solo y le pedí al señor Jim Wallace que me acompañara. Ese hombre trató de robarnos e hirió al guarda. Entonces disparé sobre él.
  
  El detective movió comprensivamente la cabeza. Miró a Benson, a quien tomó por Wallace, tan perfecto era su disfraz, y en seguida arrodillose junto al caído.
  
  Jim y Benson abandonaron el Banco no sin que el primero hubiese comprobado que el gangster no llevaba ninguno de los célebres anillos. Sin duda era un pistolero alquilado, o bien, antes del ataque, se había quitado la joya.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Al marchar hacia la parte alta de la ciudad, Jim tenía la seguridad de ser seguido. A una distancia regular de su auto iba siempre otro, pero el detective no pareció prestar gran atención a aquel hecho. Al subir al taxi había ordenado al chofer que les condujese a la estación de Pennsylvania.
  
  Cuando llegaron, Wallace consultó su reloj. Cogiendo del brazo a Benson exclamó:
  
  —Dentro de dos minutos sale un tren para Washington. Cójalo y en cuanto llegue a la ciudad tome un aeroplano para cualquier sitio. En ese sitio tome un tren para otro lugar. No se detenga nunca, viaje constantemente.
  
  »Usted ha sido policía y sabrá representar mi papel a la perfección. Cuando le necesite para algo le llamaré por medio de la columna de anuncios del Times. La llamada estará dirigida a… —Jim vacilo—. A “Volador”. ¿Se acordará? V-o-l-a-d-o-r.
  
  Benson asintió. En seguida echó a correr. Le quedaban poco menos de cincuenta segundos para tomar el tren. Cuando hubo desaparecido Wallace ordenó al chofer que le condujese al hotel Massachussetts. Cinco minutos más tarde estaba tendido en la cama del antiguo policía.
  
  Sin duda debió de quedarse dormido, pues era ya de noche cuando el timbre del teléfono le hizo incorporarse sobresaltado. El telefonista le preguntó si era Benson, y el detective contestó afirmativamente. El empleado le dijo que un hombre subía a verle.
  
  Pasaron unos minutos y al fin sonó una perentoria llamada. Jim entreabrió la puerta y encontrose con un hombre a quien nunca había visto.
  
  —¿Qué quiere? —preguntó, al mismo tiempo que con una de sus pistolas encañonaba al desconocido.
  
  Por toda contestación éste le tendió un papel. Jim, sin apartar el arma, lo cogió.
  
  No había nada escrito en él. Sólo una parte había sido colocada encima de una superficie irregular y después rayada con lápiz hasta obtener la impresión de aquella superficie.
  
  El resultado de ello había sido un «número Cuatro».
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO V
  
  
  
  JIM EMPIEZA A TRABAJAR
  
  
  Jim Fonseca Wallace guardose el papel e indicó a su visitante que podía entrar. Sin decir palabra éste fue a sentarse en un sofá al mismo tiempo que miraba hacia el bolsillo donde el detective había guardado su pistola, que seguía empuñando. Durante unos minutos los dos hombres se observaron en silencio. Por fin Wallace preguntó el motivo de aquella visita.
  
  —Me llamo Fordyce —explicó el interpelado—. Supongo que ya sabe usted por qué he venido, Benson.
  
  Éste asintió, preguntando:
  
  —¿Es de usted el anillo que ha servido para esto? —enseñó el papel.
  
  Fordyce negó con la cabeza.
  
  —El propietario de la joya —dijo tras breve pausa— está dispuesto a pagar diez mil dólares por sortija. ¿Sabe a lo que me refiero?
  
  Jim no contestó. Dirigiose a la ventana y permaneció un instante sumido en la contemplación de la calle.
  
  —Fordyce —dijo de pronto, volviéndose hacia el gangster—, puede contestar a su jefe que no vendo a ese precio. Dígale también que no siga enviándome pistoleros, pues se los iré liquidando.
  
  —¿Cuál es su precio? —preguntó Fordyce.
  
  —Trescientos mil dólares por cada anillo. No rebajo ni un céntimo.
  
  El gangster no replicó, se puso en pie y, cogiendo el sombrero, dirigiose hacia la puerta. Jim le siguió con la mirada. Cuando el gangster estaba casi en el umbral, se volvió velozmente y, cayendo de rodillas, le apuntó con una pistola automática.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  El cañón del arma era de una desusada largura. Esto se debía a que llevaba silenciador. Jim no tenía su arma provista de semejante accesorio, y, como no deseaba provocar un escándalo en el hotel, en vez de disparar lanzose sobre el pistolero.
  
  Oyose algo parecido a una tos y una bala pasó silbando por encima de la cabeza de Wallace, yendo a hundirse en la pared.
  
  El salto de Jim le llevó casi junto al bandido, quien, sin tiempo para disparar, trató de golpearle la cabeza con el cañón de su pistola. Wallace esquivó el golpe y contestó con un puñetazo que derribó por tierra a su adversario.
  
  Para evitar que pudiese hacer uso de su arma, el detective cayó sobre él y los dos quedaron cogidos en fuerte abrazo, Jim encima, el otro debajo.
  
  Pero Fordyce era gato viejo y de un rápido movimiento logró trocar los papeles, quedando él encima y el detective debajo.
  
  Con una mano Jim mantenía apartada la pistola de su adversario y con la otra trató de descargar contra el cuello de Fordyce un golpe de jiu-jitsu. Con sorprendente eficacia el pistolero paró el golpe, demostrando que no le eran desconocidas las llaves de la lucha japonesa.
  
  Otro nuevo intento con los pies también fracasó y los dos luchadores rodaron debajo de la cama, quedando esta vez Jim encima.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  En el reducido espacio donde tenía lugar la lucha, Jim no podía desarrollar toda su fuerza y destreza. Varias veces su cabeza chocó contra el travesado, hasta que al fin decidió valerse de un ardid. Aflojando completamente la presión que ejercía en el cuello del gangster, se dejó caer como si uno de los golpes le hubiera privado del sentido. Fordyce no perdió el tiempo tratando de salir de debajo del cuerpo del detective. En vez de eso cogió la pistola y se dispuso a descargar un fuerte culatazo sobre la cabeza de Jim.
  
  Su intención era, sin duda, inutilizar definitivamente al detective, y una vez conseguido esto buscar los anillos. Pero en el momento en que el arma bajaba contra la cabeza de Wallace éste levantó una mano y desviando la pistola la hizo chocar contra la mandíbula del pistolero, que quedó completamente inmóvil.
  
  Jim salió de debajo la cama y arrastró tras él a Fordyce. Éste tenía una pequeña herida en la mejilla y respiraba acompasadamente. Recogiendo la pistola el detective se aseguró de que su enemigo no guardaba otra y en seguida fue a lavarse la cara y las manos.
  
  Al cabo de cinco minutos Fordyce movió la cabeza, abriendo los ojos. Se incorporó con gran trabajo y al abrir la boca un diente cayó sobre la alfombra. El gangster lo miró compungido.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Jim apuntaba al pistolero con su propia pistola. Fordyce se encogió resignado de hombros y obedeciendo a una muda orden del detective se levantó. Seguido de éste, que apretaba contra su espalda la pistola, salió del cuarto, dirigiéndose hacia el ascensor. Aunque en él había otras personas, ninguna se dio cuenta de lo que ocurría, y así, sin despertar la atención, llegaron a la calle, sin que entre ellos se cambiase ni una sola palabra.
  
  —¿Adónde vamos, Benson? —preguntó el pistolero cuando el detective le ordenó que se detuviera.
  
  —Al sitio de donde has venido —replicó Jim—. A ver al tipo que te pagó para llevar a cabo el trabajito.
  
  Hizo una seña a un taxi, que fue a detenerse ante los dos hombres.
  
  Fordyce se encogió de hombros y por un momento pareció que iba a decir algo, por fin dio una dirección de Harlem y subió al taxi seguido del detective.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO VI
  
  
  
  LA RATA BUSCA SU AGUJERO
  
  
  El taxi torció hacia la parte norte, en dirección a Broadway; después se metió bajo los pilares del ferrocarril elevado.
  
  Fordyce y Jim iban dentro del vehículo; el detective estaba sentado un poco de lado, de manera que la pistola que empuñaba apuntase al gangster, que permanecía callado, y con las manos bien a la vista.
  
  Al final de la Sexta Avenida el auto se metió en el Parque Central. Wallace sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al pistolero. Éste aspiró el humo, y entonces Jim recordó que eran sus cigarrillos habanos. Para enmendar su error explicó al gangster que Jim Fonseca Wallace se los había dado.
  
  El auto salió del Parque Central por la parte norte del mismo. La gente que llenaba las calles empezaba a ser casi toda de color. Unas manzanas más allá y se encontraron en el corazón de la Ciudad Negra de Nueva York, Harlem.
  
  El auto se metió en la Calle Ciento Cuarenta y Dos. A ambos lados veíanse paradas de tiro al blanco y tenduchos en los que se vendían salchichas calientes y rosetas de maíz.
  
  Ante una de las paradas de tiro se detuvo el taxi.
  
  —Esta es la dirección que usted me dio —dijo el chofer. Parecía indicar que no era culpa suya que sus clientes se hubieran equivocado.
  
  Fordyce movió la cabeza y bajó del coche. Wallace le siguió colocándose detrás de él, con la pistola apuntándole a los riñones.
  
  Cuando el taxi se hubo alejado, el gangster fue a entrar en la parada. Tres o cuatro negrazos se entretenían disparando contra las figuras. A un lado de la parada veíase una estrecha escalera.
  
  Fordyce se dirigió recto hacia esta escalera, pero al llegar junto al mostrador saltó a un lado y se apoderó de una de las carabinas del 22 la que apuntó a Jim y a los negros.
  
  La expresión de Wallace fue la misma de Benson. Aunque hubiese podido matar al pistolero, no lo hizo, limitándose a mirarle fijamente. Fordyce retrocedió hacia la calle, haciendo seña a un taxi para que se detuviera. El chofer abrió unos ojos como manzanas y miró asombrado al rifle y a los hombres a quienes amenazaba.
  
  Al entrar Fordyce en el auto, Wallace dirigió un significativo movimiento de cabeza al chofer. Quería indicarle que no quería que Fordyce fuese conducido a la primera comisaría. Los taxistas de Nueva York son todos muy inteligentes, y aquél contestó con un guiño a la indicación de Jim.
  
  Apenas se había alejado el auto el detective se puso en acción. Corrió hacia otro taxi que se acercaba y antes de que se detuviera salió al estribo y gritó al chofer:
  
  —Doble la esquina. Verá un taxi azul. Sígale, pero procurando que no se den cuenta.
  
  Al llegar a la otra calle no vieron ni rastro del auto de Fordyce. Jim ordenó al conductor que pusiera más velocidad. Al final de la calle torcieron hacia la derecha y pudieron ver la parte posterior del taxi azul, que desaparecía por otra esquina.
  
  El chofer del auto de Jim era ducho en la materia y con gran precisión sorteó tres autos, logrando acercarse a pocos metros del coche que perseguían. Jim pudo ver perfectamente a Fordyce, que de vez en cuando echaba una mirada por la ventanilla posterior.
  
  Al cabo de unos minutos, el detective ordenó al chofer que adelantase al otro taxi. Para evitar ser visto se tendió en el suelo.
  
  Cuando hubieron conseguido una ventaja de varios metros, Wallace ordenó al conductor que se detuviera junto a una parada de taxis. En cuanto el auto azul hubo pasado, Jim saltó al suelo, pagó con creces el importe de la carrera y subió a otro taxi, continuando la persecución.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Wallace había cambiado tres veces de coche cuando al fin llegaron a la vista del puente de Brooklyn.
  
  Fordyce ignoraba por completo que Wallace le siguiera los pasos. También él había cambiado dos veces de taxi y por ello estaba seguro de haber despistado al detective.
  
  Pero Jim Fonseca Wallace seguía pegado al rastro del pistolero; el rastro de los seis anillos. Si Fordyce hubiera sabido que el hombre que le seguía no era Benson sino Wallace, habría sido más cauto.
  
  A pesar de que ya no trataba de eludir ninguna persecución, el auto de Fordyce cambiaba a cada momento de dirección. Las calles de la parte baja de la ciudad eran tortuosas y estaban llenas de chiquillos jugando. Jim se veía obligado a mantenerse a una distancia bastante elevada, pues por aquellos barrios eran pocos los automóviles que circulaban, y su taxi se habría destacado excesivamente.
  
  En uno de los virajes el taxi de Fordyce desapareció. Jim ordenó al chofer que torciese hacia otra calle, pero tampoco allí apareció el menor rastro.
  
  Seguro de que el pistolero no podía estar muy lejos, Wallace pagó el importe de la carrera y regresó al sitio donde había perdido de vista el taxi. De las cuatro calles que partían de allí, el pistolero podía haber cogido cualquiera. Tal vez, y esto era lo más probable, los bandidos tenían su cubil en aquel barrio obrero, rodeados de familias honradas.
  
  Tras un momento de reflexión, Jim entró en un colmado y se gastó un dólar en los caramelos más baratos que encontró. Al salir llevaba entre las manos un enorme paquete.
  
  A pesar de lo avanzado de la hora aún había niños jugando en la calle. En aquel distrito, donde muy a menudo cuatro personas dormían en la misma cama, los padres estaban más que contentos de que los niños jugaran de noche y durmieran por la tarde, cuando el padre no estaba en casa.
  
  Jim se detuvo en un portal donde dos niñas jugaban con unos trapos y una piedra que hacían servir de muñeca. Wallace les preguntó si vivían allí. Las pequeñas levantaron hacia él sus sucias caritas, pero no contestaron.
  
  El detective sacó un puñado de caramelos.
  
  —Regalo caramelos a las niñas listas que contestan a mis preguntas —dijo.
  
  Los ojitos de las dos chiquillas mostraron un enorme asombro.
  
  —¿Se ha parado un taxi por aquí, hace un momento? —preguntó.
  
  Las muchachas negaron con la cabeza. En sus ojos se reflejó el temor de que debido a no haberse detenido ningún taxi allí, fueran a quedarse sin caramelos. Sin embargo, el detective les dio las golosinas que les había mostrado y marchó a repetir las preguntas por las otras casas.
  
  En todas recibió la misma respuesta, menos en la tercera, donde no había ningún niño jugando. Asegurándose de que sus pistolas estaban cargadas, el detective empezó a subir por la sucia escalera.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO VII
  
  
  
  WALLACE TOMA UN EMPLEO
  
  
  A mitad de camino, Jim oyó cerrarse una puerta y ruido de pasos que bajaban. Pistola en mano el detective escondiose en un obscuro rincón, y aguardó. Tres hombres de elevada estatura y aspecto decidido pasaron ante él sin verle. Dos de ellos avanzaban con las manos metidas en los bolsillos de sus abrigos y el ala de sus sombreros caída sobre los ojos. El tercero terminaba una pequeña operación: estaba repasando el cilindro de un revólver para ver si cada agujero tenía su correspondiente bala.
  
  Jim no se movió hasta que los hombres estuvieron fuera de la casa. Cuando se quedó solo empezó a examinar los tiradores de las puertas de aquel piso. Indudablemente todos los departamentos estaban vacíos, pues el polvo cubría copiosamente los oxidados tiradores, señal evidente de que en muchos meses ninguna mano humana se había posado sobre ellos.
  
  Subió al segundo piso que también presentó las mismas señales del otro.
  
  De pronto oyose el batir de la puerta de la calle. Un hombre empezó a subir por la escalera y Jim tuvo que refugiarse en la sombra, para no ser descubierto.
  
  El desconocido pasó junto al detective y siguió subiendo. A los pocos segundos, Wallace le siguió, procurando hacer el menor ruido posible.
  
  Por dos veces el hombre se detuvo, obligando a hacer lo mismo a Jim. Por ello el detective se fue retrasando y cuando una puerta se cerró en el quinto piso, estaba sólo en el tercero.
  
  Con menos precauciones subió al cuarto piso y escuchó con gran atención. Desde arriba bajaba el murmullo de apagadas voces. Sacando las ganzúas que siempre llevaba encima, las engrasó y tras dos o tres inútiles intentos consiguió abrir la puerta del departamento que quedaba debajo del que ocupaban los gangsters. Una vez dentro volvió a cerrar y dirigiose hacia una ventana que daba a un patio interior. Tras mucho batallar consiguió levantarla, no sin que lanzase un ruidoso crujido.
  
  Asomando la cabeza por la ventana pudo oír una voz que preguntaba:
  
  —¿Has oído algo?
  
  —No —contestó otro hombre.
  
  Sin embargo, en seguida sonaron unos chasquidos al ser retirados les seguros de las armas de los pistoleros.
  
  Asomando más la cabeza, el detective vio una iluminada ventana en el piso superior. La luz que salía por ella era azulada, sin duda, producida por una costosa lámpara.
  
  Lanzando un gruñido Jim retiró la cabeza. Era inútil intentar subir al otro piso y entablar a tiros una conversación con los gangsters. Eran demasiados y el resultado hubiera sido indeciso. Además estaba ya un poco harto de sangre.
  
  Por otra parte lo que él deseaba era encontrar al poseedor del anillo «número Cuatro», y lo más probable era que éste no se hallase allí. Una cosa era indudable: que el poseedor de tal anillo era a la vez el jefe de la banda aquella. Todo lo que necesitaba Jim, por el momento, era enterarse de su nombre.
  
  Abriendo con toda cautela la puerta del piso, el detective dirigiose hacia el vestíbulo. Con profundo disgusto descubrió a dos hombres que estaban de guardia al pie de la escalera, cerrándole el paso.
  
  Abrirse camino a tiros hubiera sido fácil para el detective, pero desastroso para su proyectos, pues habría descubierto su conocimiento del cuartel general de la banda.
  
  Tras corta reflexión, Wallace se deshizo del disfraz de Benson y con gran habilidad se transformó en un hampón de rostro patibulario. Rasgose la americana después de pisotearla, convirtiéndola en un verdadero pingo. Los zapatos se los deslustró contra la pared y el sombrero quedó transformado en un objeto informe.
  
  Cuando pasó junto a ellos ninguno de los bandidos le prestó la menor atención, y cinco minutos más tarde el detective estaba en el garaje de una importante compañía de taxis.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Los gangsters que ocupaban la habitación del quinto piso del inmueble se quejaban muy a menudo de la escasez de taxis que había en aquel barrio. Por eso, cuando dos de ellos salieron poco antes de media noche, quedaron agradablemente sorprendidos al ver un taxi detenido a corta distancia. Uno de los bandidos hizo una señal al chofer, quien bajó presuroso a abrir la portezuela para sus clientes.
  
  El chofer era Jim Fonseca Wallace. Anotó la dirección que le dieron y tras varios intentos consiguió poner en marcha el desvencijado vehículo.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO VIII
  
  
  
  LOUIE ZENA
  
  
  Los dos hombres hablaron muy poco al principio del trayecto. Pero cuando las calles empezaron a estar más iluminadas, a medida que se acercaban a la dirección indicada, se desataron las lenguas, como si los obscuros callejones del casco antiguo de la ciudad les hubieran deprimido.
  
  El gangster que primero habló vestía un traje azul y cubríase con un sombrero gris perla.
  
  —Deberíamos terminar antes de la una —dijo.
  
  —Deberíamos —replicó el otro—. Pero quizá esta vez también te pesen los pies. Sólo tenemos que visitar seis sitios.
  
  Permanecieron callados un rato y Jim decidió ver de sacarles unas cuantas palabras más. Para ello hizo pasar el auto ante una comisaría, en la esperanza que la vista de las luces indicadoras del puesto arrancasen algún comentario a los bandidos.
  
  Fue inútil, ninguno de ellos dijo una palabra y cuando ya Wallace empezaba a temer no conseguir la menor información, uno de los gangsters rompió el silencio.
  
  —¿Cuánto espera Louie que saquemos a ese primo, Jim? —preguntó.
  
  —Hace dos semanas que no hemos pasado por su casa —contestó el otro—. Creo que podemos exigirle cincuenta dólares, Mack.
  
  Mack mostrose de acuerdo con su compañero y de nuevo los dos guardaron silencio.
  
  Pero Jim F. Wallace había obtenido ya los informes que deseaba. Aquellos gangsters eran los encargados de recaudar las contribuciones o mejor dicho el pago de la protección que su jefe dispensaba a una serie de desgraciados comerciantes. Se enteró también de que trabajaban para un hombre llamado Louie, y esta era la información que más le complacía.
  
  Quienquiera que fuese Louie, debía de ser el poseedor del anillo «número Cuatro», o por lo menos persona íntima de éste. Si Jim podía descubrir quién era el tal Louie, estaría en condiciones de continuar la investigación que le encargara Benson.
  
  Wallace trató de recordar los nombres de los principales jefes de Banda de Nueva York, pero antes de haberlos repasado todos tuvo que detenerse ante una cervecería próxima a Times Square.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Indudablemente, Louie cobraba veinticinco dólares semanales por su protección a aquella tienda.
  
  —Cuidado con lo que se hace —advirtió Jim a Mack.
  
  Los dos hombres descendieron del auto y con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, dirigiéronse hacia el establecimiento. Sin duda su intención era presentar el aspecto más amenazador posible.
  
  Desde su asiento ante el volante, Wallace podía ver el interior de la cervecería. Detrás del mostrador veíase un hombrecillo en mangas de camisa.
  
  La tienda estaba sencillamente amueblada y a más de cerveza se vendían licores fuertes, como ginebra y whisky.
  
  El dueño estaba observando algo que se hallaba encima del mostrador. Levantándose un poco, Jim pudo ver que estaba leyendo un periódico de la noche. Cuando oyó abrirse la puerta de la calle el rostro del propietario se iluminó. Cuando descubrió quiénes eran los supuestos clientes, frunció el ceño.
  
  Desde luego, el detective no pudo oír lo que se habló allí dentro, pero comprendió que Jim y Mack exigían dinero al hombrecillo. Éste, tras mucho discutir, abrió la caja registradora y depositó un puñado de billetes encima del mostrador, al mismo tiempo que separaba la mano como excusándose por lo reducido de la suma.
  
  Los dos gangsters miraron disgustados los billetes y al fin Mack los guardó en un bolsillo.
  
  Jim cogió al cervecero por la camisa y lo sacudió como un gato a una rata.
  
  Su compañero salió de la tienda, miró a Wallace y le ordenó que aguardase dos manzanas más allá. En el momento en que el detective ponía en marcha el auto, el gangster cambió de parecer y después de echar una ojeada al taxímetro tendió un billete diciendo:
  
  —Puedes largarte.
  
  Jim asintió y a toda marcha se alejó del lugar, yendo a dejar el auto en un puesto de estacionamiento nocturno y regresando a pie a la cervecería.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Mack estaba junto a la puerta y su compañero seguía dentro sacudiendo al hombrecillo y pegándole de cuando en cuando una bofetada.
  
  En la calle sonó el rítmico paso de un guardia que hacía ronda. Jim se escondió en un oscuro rincón, para ver lo que ocurría. Al oír los pasos del policía, Mack asomó la cabeza y al verlo golpeó con los nudillos el cristal de la puerta. Instantáneamente el otro bandido lanzó al cervecero sobre una silla y se puso a hablar con él como si fueran los mejores amigos.
  
  El policía pasó sin dirigir ni una mirada a la cervecería.
  
  Wallace había visto ya bastante. Corrió hacia donde había dejado el taxi y subiendo en él dirigiose hacia la Comisaría del distrito.
  
  Detuvo el taxi cerca de la esquina, a fin de no faltar a ninguna de las leyes del tráfico y entró en la Comisaría.
  
  El teniente que se sentaba al alto pupitre era un viejo amigo suyo, pero no le reconoció. Acercándose a él, Jim sacó su pitillera y le ofreció uno de los cigarrillos habanos.
  
  El teniente arqueó asombrado las cejas. No estaba acostumbrado a ver entrar taxistas en la Comisaría sin que presentasen en seguida una queja. Sin embargo aceptó el cigarrillo, Wallace se lo encendió y cogió otro para sí. El policía aspiró profundamente el humo y lo lanzó hacia el techo.
  
  En seguida se le iluminó el rostro. Aquel aroma sólo pertenecía a los cigarrillos de Jim Fonseca Wallace. Para hacer más completa su identificación dejó una tarjeta encima de la mesa. El teniente la miró desconcertado y antes que se recobrase de su sorpresa, Jim volvió a guardarla.
  
  El policía se levantó y sin pronunciar palabra pasó a su despacho, siendo seguido por el detective.
  
  —¿En qué puedo serle útil, amigo Wallace? —preguntó.
  
  —Quisiera pedirle unos informes —contestó con una sonrisa el detective hispanoyanqui—. ¿Quién cobra los impuestos de las cervecerías de su distrito?
  
  El rostro del policía se endureció.
  
  —Comprendo —replicó Jim—. Ya sé que eso no es cosa suya, sino de los agentes federales, pero le suplico que me conteste como amigo. Se trata de un favor personal.
  
  —Espero que no intentará promover ningún conflicto en este barrio, ¿verdad?
  
  Jim negó con la cabeza.
  
  —No, ya le he dicho que son informes particulares.
  
  El teniente fumó pensativo y al fin contestó:
  
  —Tengo entendido que el actual protector es un tal Louie Zena.
  
  Wallace se levantó, y después de estrechar la mano de su amigo salió de la Comisaría. Sabía ya quién era el dueño del anillo «número Cuatro».
  
  
  
  * * *
  
  
  
  De regreso al garaje de la Compañía propietaria del taxi que conducía, Wallace pasó ante la cervecería. Jim y Mack se habían ya marchado y el hombrecillo seguía leyendo el periódico sobre el mostrador.
  
  Lleno de curiosidad el detective fue recorriendo el barrio, pasando ante diversas cervecerías sin descubrir ni rastro de los dos gangsters.
  
  Por fin en una de ellas los divisó recaudando la contribución.
  
  Wallace sonrió complacido. El anillo «número Cuatro» debía de pertenecer seguramente a Louie Zena. Conocía de tiempo este nombre. Aunque no considerado como uno de los enemigos públicos de Nueva York, Louie era uno de los principales jefes del hampa.
  
  Tras largos esfuerzos el detective logró recordar el rostro del gangster y su completa historia. Zena había salido de Sing-Sing un año antes, después de cumplir una condena bastante larga. Sin duda le habían soltado bajo palabra de no reincidir en el crimen. Pues bien, si Louie era el único obstáculo que se interponía en el camino de Benson, era muy fácil deshacerse de él. Un prisionero, puesto en libertad bajo palabra, puede ser conducido de nuevo a la cárcel en cualquier momento, y éste era el proyecto de Jim.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO IX
  
  
  
  WALLACE ENTRA EN ACCIÓN
  
  
  Junto al distrito en que estaba la cervecería controlada por Louie, hallábase otro barrio conocido por la Cocina del Diablo. No se parecía en nada a los demás barrios de la capital, excepto en el progreso que en él hacía el crimen. Las casas no estaban tan llenas de gente ni eran tan sucias como las del bajo East Side y en general había cierta higiene.
  
  Pistoleros de pequeña categoría pululaban por las calles y los jefes de bandas eran muy pocos. El hampa de la Cocina del Diablo estaba casi toda a las órdenes de Hallie Pitcher, que la gobernaba con mano de hierro. Al contrario del otro distrito, la Cocina del Diablo estaba gobernada por un solo hombre, que no toleraba la competencia de otros jefecillos.
  
  Cualquiera que fuese el crimen cometido en el lugar, Hallie Pitcher siempre protegía a los autores y sus abogados hacían lo posible por librar de la silla eléctrica a sus defendidos.
  
  Por esto, pocas horas después de los sucesos antes relatados, un gangster que paseaba por las calles de la Cocina del Diablo, se jugaba la vida, pues no era uno de los muchachos de Hallie Pitcher. En realidad era el mismo Jim. F. Wallace, bajo un nuevo disfraz:
  
  Entrando en una cervecería, el detective dio una palmada sobre el mostrador y con la mano que le quedó libre cogió de la camisa al propietario.
  
  —Vengo de parte de Louie Zena —dijo—. Le debes treinta y cinco dólares y vas a pagarlos en seguida.
  
  El cervecero le dirigió una despectiva mirada y trató de desasirse. Antes de que pudiera conseguirlo recibió un puñetazo en la barbilla que le derribó al suelo. Trató de levantarse, pero otro golpe le convenció que era preferible seguir tumbado.
  
  Sin hacer caso de él, Jim abrió la caja registradora y sacó tres billetes de diez dólares y uno de cinco.
  
  —Así aprenderás a no hacer trampas —dijo mirando fieramente al postrado cervecero.
  
  Éste no replicó nada y vio alejarse al detective. Pero a mitad del camino éste cambió de idea y regresando al bar cogió un bastón y tiró al suelo una serie de frascos de ginebra y whisky. Durante unos minutos, golpeó furioso los espejos y demás objetos quebradizos del establecimiento, mientras el propietario se deshacía en lágrimas. Cuando hubo terminado se dispuso a marcharse.
  
  Antes de que pudiera llegar a la puerta ésta se abrió y dos sujeto de rudo aspecto entraron en la cervecería. No eran los elegantes gangsters con quienes se había enfrentado Jim aquel día. Hallie no quería gente fina en su banda. Sus hombres no se afeitaban todos los días como los de Zena. Tampoco vestían como éstos, sino que se cubrían con viejos trajes y sucios jerseys. Aquellos dos iban armados de punta en blanco y sus intenciones no podían ser más evidentes. Sin duda habían oído algo acerca de que un gangster de otro distrito había invadido sus dominios y acudían a enseñarle a vivir.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  De un salto Jim se refugió detrás del mostrador, y después de pegar otro puñetazo al propietario, que recobrado el valor trató de impedir que sacase su pistola, cogió una botella que aún permanecía intacta y la tiró hacia la puerta. El proyectil pasó entre los dos pistoleros y fue a romper el cristal de la puerta.
  
  Uno de los gangsters disparó, pero la bala sólo arrancó unas astillas al mostrador, pues Wallace ya se había escondido.
  
  Asomando un momento la cabeza, el detective hizo fuego contra el gangster que empuñaba la pistola y le alojó una bala en un hombro. No quería matar a nadie, pues se consideraba culpable de aquella batalla y no quería causar víctimas innecesarias. Además, en caso de tener que acudir a un Tribunal, acusado de matar a cualquiera de aquellos hombres, no habría podido presentar una defensa justa, ya que hubiese tenido contra él el delito de robar treinta y cinco dólares al cervecero.
  
  Jim dirigió una mirada a su espalda. Al final del mostrador veíase una puertecita y se dirigió hacia ella. Al pasar junto al caído cervecero, le dijo al oído:
  
  —No digas a esos de parte de quién vengo, pues Louie Zena te haría picadillo.
  
  Al llegar junto a la puerta se levantó un momento para enviar otra bala al brazo del gangster que aún permanecía intacto.
  
  Al abrir la puertecita, hallose en una oscura habitación, pero con profundo asombro viose recibido con una descarga cerrada. Instintivamente se echó al suelo y permaneció completamente inmóvil, con un ojo abierto, observando unos pies calzados con botas de reglamento, que se detenían junto a él. Otros pies pasaron de largo. La policía había llegado al lugar del combate.
  
  El agente que se había detenido junto a Wallace se inclinó sobre él y le tocó. Jim quedose totalmente inmóvil. El policía le palpó y de pronto su mano posose en un lugar manchado por un frasco entero de crema de café, que se había derramado sobre el traje del detective. En la oscuridad el hombre creyó que aquello era sangre y lanzando un gruñido de disgusto se secó con un pañuelo, yendo a reunirse con sus compañeros.
  
  A los pocos segundos una serie de disparos resonaron en la cervecería. Los agentes debían de haber entablado combate con los dos gangsters.
  
  Asegurándose de que estaba solo, Jim se levantó y a toda velocidad ganó la calle.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Un disparo saludó su huida y una bala silbó a poca distancia. Dando un salto de gimnasta, el detective tirose al suelo yendo a refugiarse en un portal próximo. Desde allí pudo ver quién había disparado sobre él. Era un sargento de cabellos grises que aún empuñaba un humeante revólver.
  
  Al ver que no estaba muerto, el policía disparó de nuevo contra él, obligándole a resguardarse mejor. Como no podía disparar sobre un servidor de la Ley, el detective se encontraba en un verdadero apuro. Si intentaba salir de su refugio sería alcanzado por los disparos del sargento, y si permanecía allí lo de tendrían los demás policías. Sólo quedaba un medio y se dispuso a emplearlo. Mientras las balas silbaban a su alrededor sacó un objeto de metal, en forma de botellita, y con los dientes arrancó algo, contó luego hasta cuatro y lo lanzó a los pies del policía. Oyose una sorda explosión y el sargento quedó envuelto en una amarillenta nube de humo.
  
  Mientras el policía se deshacía en un acceso de tos, Jim huía a toda velocidad del lugar, dejando a su espalda los efectos de una bomba de gas, que cerraban la primera fase de su proyecto para quitar de en medio a Louie Zena, y poder así llegar al rico botín representado por los seis anillos de oro.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Veinte minutos más tarde otro gangster entraba en el distrito de Zena. Al contrario del anterior, el hombre iba desaliñadamente vestido y su aspecto era el de un hombre que prefería los puños a las armas de fuego.
  
  Atravesó Times Square, torció hacia el Oeste por una calleja de altas casas. No prestó la menor atención a teatros ni restaurantes y fue recto a la cervecería que horas antes visitaran los gangsters de Louie Zena. El propietario seguía leyendo el periódico de la noche y al oír entrar a Jim levantó la cabeza, con la esperanza de que fuese un nuevo cliente.
  
  El falso gangster cerró con terrible violencia la puerta, haciendo vibrar el cristal y dirigiéndose al cervecero le cogió con fuerza las manos, aplastándoselas contra el mostrador y rompiéndole casi los dedos.
  
  Gruesas gotas de sudor perlaron la frente del hombrecillo. Sus ojos giraron temerosos en las órbitas y con voz quebrada preguntó:
  
  —¿Qué tomará? ¿Ginebra, whisky, aguardiente?
  
  Jim negó con la cabeza y con la mirada fija en el aterrorizado rostro del hombrecillo contestó:
  
  —Quiero cincuenta dólares.
  
  —No los tengo —tartamudeó el aterrorizado cervecero.
  
  —¡Pues los sacaré de tu cuerpo, sabandija! —rugió Wallace—. Cuando Hallie Pitcher pide cincuenta dólares hay que dárselos… aunque para ello haya que vender el cadáver de un hombre.
  
  —¿Hallie Pitcher? —murmuró el dueño de la cervecería.
  
  —Sí —contestó Jim descargando un golpe en el rostro del hombrecillo. Fue un golpe ligero, destinado sólo a asustar. Inmediatamente el detective comprendió que obtendría los cincuenta dólares. En efecto, el cervecero abrió la caja registradora y sacó un montón de calderilla que dejó sobre el mostrador. Aun en su error procuró no dar la cantidad exacta. Aunque faltaban unos dólares, Jim se guardó las monedas y salió del local. Esta vez no hubo de luchar contra gangsters ni contra policías.
  
  A poca distancia de la cervecería vio a uno de los hombres de Louie Zena, que estaba parado junto a un taxi, sin duda haciendo la recaudación de los impuestos. Jim se dirigió hacia el gangster y dándole una palmada en el hombro le dijo en voz baja:
  
  —Puedes comunicar a Louie que mi jefe, Hallie Pitcher, está dispuesto a luchar.
  
  En cuanto hubo pronunciado estas palabras, el detective se alejó, sin hacer caso de las maldiciones que le dirigía el gangster.
  
  Su próxima parada fue en una farmacia. Entró en la cabina telefónica y dejando caer una ficha pidió un número. Cuando le contestaron dijo:
  
  —Decid a Hallie que mi jefe, Louie, está hasta la coronilla de él y que va a ir a hacerle picadillo.
  
  En seguida colgó el teléfono y huyó a toda velocidad del lugar.
  
  Pero aún tenía que telefonear a alguien más. Cuando hubo llegado a una distancia prudente de la farmacia penetró en un estanco y llamó a la Comisaría del distrito. A los pocos segundos le contestaba su amigo el teniente, quien no reconoció su voz.
  
  —Vigile la frontera del territorio de Louie Zena y Hallie Pitcher. Están a punto de llegar a las manos.
  
  En seguida colgó el auricular y a mayor velocidad que antes se alejó del estanco. Sabía que la llamada sería anotada y que antes de dos minutos la policía llegaría allí.
  
  En efecto, apenas acababa de cruzar la calle vio a dos agentes que se dirigían al estanco que acababa de abandonar.
  
  El detective sonrió satisfecho. La lucha estaba a punto de entablarse. No sería aquella noche, pues los dos jefes de banda tenían que preparar el ataque, pero a lo más tardar las pistolas y ametralladoras entrarían en acción a la noche siguiente.
  
  Como le sobraba tiempo, Wallace fue a descansar, para estar en condiciones de asistir al encuentro.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO X
  
  
  
  LUCHA CALLEJERA
  
  
  A las tres de la mañana siguiente Nueva York estaba completamente tranquila. Sobre todo en aquella sección de la Décima Avenida. De cuando en cuando un taxi lleno de alegres trasnochadores cruzaba las silenciosas calles despertando dormidos ecos a su paso.
  
  Tres policías avanzaban vigilantes. Jim, que los observaba desde lejos, los reconoció como de los mejores del Cuerpo.
  
  De la parte Norte llegaron a toda marcha dos camiones. Del Este se aproximó una limousine, torció hacia la Décima Avenida y se detuvo.
  
  Jim la miró interesado. Eran pocos los habitantes de aquellos barrios que podían concederse el lujo de una limousine.
  
  El chofer había saltado a tierra y estaba examinando un neumático. Wallace pudo ver a dos hombres sentados en el interior del coche. El conjunto le pareció sospechoso. Sobre todo la luz que brillaba en el auto. Al fin comprendió. Aquel tinte de un amarillo verdoso era debido a los cristales de las ventanillas, cristales a prueba de balas.
  
  Lanzando un ahogado silbido, el detective buscó refugio en un portal. Pero apenas acababa de hacerlo, una voz le ordenó:
  
  —No se entretenga aquí, amigo.
  
  Wallace volvió la cabeza, descubriendo a un policía que estaba también oculto en el portal.
  
  El detective iba disfrazado de Benson, pues no quería ser reconocido. Murmuró una excusa y se alejó hacia el Norte. Era indudable que la policía recibió su aviso y la línea fronteriza entre los feudos de Hallie Pitcher y Louie Zena estaba fuertemente guardada.
  
  Los dos camiones estaban sólo a un par de manzanas de la limousine. De pronto un coche de turismo apareció a casi cien kilómetros por hora. Jim pudo ver que iba ocupada por seis o siete hombres. El coche llegó a treinta metros de la limousine, a quince, a diez…
  
  
  
  * * *
  
  
  
  De pronto el silencio de la calle fue roto por un vago silbido de las detonaciones de armas provistas de silenciadores. Inmediatamente sonó más fuerte el choque de los proyectiles contra los blindados costados de la limousine.
  
  El chofer de ésta, que estaba arrodillado junto a las ruedas, sacó una pistola y disparó varias veces contra el auto de turismo, pero éste ya se había alejado.
  
  Sin embargo, cuando llegó junto a los camiones ocurrió lo inesperado. El segundo de éstos maniobró de manera que cerró la calle y el auto fue a estrellarse contra los recios costados. Sonó un terrible crujido, al saltar el coche, y un hombre salió despedido por el aire, chocó contra el camión y por fin cayó al suelo, hecho un guiñapo.
  
  Todos estos ruidos fueron dominados por el estampido de las pistolas y el ra-ta-ta de las ametralladoras. Y aún todo esto fue acallado por los largos lamentos de las sirenas de la policía, que en autos, motos, ambulancias y camionetas acudía al lugar de la lucha.
  
  El chofer de la limousine la puso en marcha y en medio de un terrible concierto de tiros, se abrió paso entre los autos de los agentes, que no prestaban más atención que a los dos camiones y al destruido coche de turismo.
  
  Jim no perdió un segundo y de un salto formidable se cogió a la rueda de recambio de la limousine, que partió a una marcha loca.
  
  Cruzaron calles y más calles y al pasar frente a la redacción de uno de los más importantes periódicos neoyorquinos el detective leyó en una de las pizarras esta noticia:
  
  «Hallie Pitcher ha sido detenido. Terrible combate entre dos bandas rivales. La policía detiene a numerosos gangsters. Muchos muertos y heridos».
  
  Wallace se dijo que indudablemente estaba en el auto de Louie Zena, que había podido evadir la acción de la Justicia gracias al desbarajuste reinante en el sitio del combate.
  
  De pronto, cuando ya habían llegado a las afueras de la ciudad, Jim oyó una detonación, tan semejante a un disparo de arma de fuego, que con la mano que le quedaba libre empuñó una de sus pistolas. La limousine dio un salto y el detective se vio lanzado contra el suelo, donde quedó medio desvanecido.
  
  El chofer descendió para ver si la avería era de importancia y entonces descubrió a Wallace. Antes de que éste tuviese tiempo de disparar, recibió un golpe en la cabeza que momentáneamente le borró toda visión. Haciendo un esfuerzo logró abrir los ojos y levantar la pistola. Mas tampoco pudo disparar, otro golpe acabó con sus fuerzas y se sintió hundir en un negro y profundo pozo.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XI
  
  
  
  MUERTE EN EL CAMPO
  
  
  Una violenta sacudida hizo volver en sí a Jim. Alguien estaba inclinado sobre él cogiéndole por los hombros.
  
  —¡Vamos, despierta! —dijo una voz autoritaria.
  
  El detective abrió los ojos y vio a Fordyce, el gangster que Louie Zena había enviado a comprarle el anillo.
  
  La mano de Jim fue recta en busca de una de sus pistolas, pero el chofer del auto le pegó un puntapié mientras Fordyce levantaba una pequeña pistola automática y se volvía hacia Louie Zena preguntando:
  
  —¿Lo liquido, patrón?
  
  Inmediatamente el chofer empuñó un revólver marca Webley y con acento marcadamente inglés protestó:
  
  —¡Ese hombre me pertenece!
  
  La mirada de Jim fue de uno a otro de los gangsters y al fin se posó en Louie Zena. Éste negó vigorosamente con la cabeza.
  
  —Necesito a ese tipo —dijo—. De momento no podemos liquidarlo. Metedlo en el auto.
  
  —Antes tengo que cambiar el neumático —indicó el chofer.
  
  —Bien, hazlo —replicó Zena. Y volviéndose hacia Fordyce le indicó—: Llévate a ése a un lado de la carretera, donde no puedan verle.
  
  El gangster se apresuró a obedecer y condujo a Jim a la cuneta, obligándole a sentarse en el suelo. El detective fingió cierta depresión, pues no deseaba que su disfraz fuera descubierto.
  
  Mientras aguardaba que la avería fuera reparada, empezó a reflexionar sobre lo ocurrido. Louie Zena debía de haber comprobado ya que no llevaba encima los anillos. Por ello no le habían matado aún. Desde luego él no tenía noticia de que había dejado los tres anillos en la caja de seguridad de un Banco, ni que la llave de la misma era enviada por él cada noche a una dirección distinta y a un nombre falso. En aquellos momentos la llave estaba en el hotel Magna, a nombre de Jacobo Lonerhan. Pero esto Wallace no pensaba descubrirlo.
  
  Era indudable que Louie Zena poseía uno de los anillos y ambicionaba los otros tres, que representaban un millón de dólares. Quedaban otros dos anillos, el «Uno» y el «Seis», que poseía el misterioso Número Uno. Este personaje aún no había entrado en escena ni se había manifestado en contra ni a favor de Benson.
  
  ¿Cuál sería la actitud del primero de los gangsters? Cosas más importantes reclamaban por aquellos momentos la atención del detective.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  El chofer sacó un gato y procedió a levantar el coche para poder cambiar la rueda trasera. Fracasó en su intento dos veces y al fin, sudando copiosamente, se volvió hacia Louie y señalando a Wallace preguntó:
  
  —¿No podría hacer ése el trabajo mío?
  
  Zena reflexionó unos instantes y al fin contestó:
  
  —Bien, que lo haga, así adelgazará un poco.
  
  La pistola de Fordyce se hundió más en los riñones de Jim al empujarle hacia delante.
  
  —Todo lo que tienes que hacer es mover arriba y abajo la palanca —dijo el chofer—. Si el coche resbala ya te explicaré lo que debes hacer.
  
  Jim hizo lo que le ordenaban y el auto se levantó unos centímetros. Cuando hubo llegado a la altura necesaria resbaló fuera del gato.
  
  El chofer se echó a reír.
  
  —Métete debajo y coloca otra vez el gato —dijo.
  
  Wallace obedeció de mala gana y poniéndose de rodillas se metió debajo del coche. Una vez allí sonrió satisfecho. Estaba seguro y sólo podía ver los tobillos de los tres hombres. La palanca del gato estaba en el suelo y el detective la cogió, dispuesto a servirse de ella como de un arma.
  
  Pasaron unos minutos e intrigado por la tardanza de Jim, el chofer se indinó para ver lo que ocurría. ¡Esto era lo que Wallace estaba esperando! Levantando con fuerza el pesado hierro lo hizo chocar contra la mandíbula del inglés, que rodó sin sentido hasta la cuneta, donde quedó completamente inmóvil.
  
  Sin perder un segundo, Jim dirigió un terrible golpe a los tobillos de Louie Zena, quien a duras penas pudo evitarlo, lo mismo que Fordyce, que se vio obligado a dar un salto, alejándose del peligro.
  
  Por la posición del auto era completamente imposible alcanzar a Jim con algún disparo, pues el auto le protegía casi por todos los lados, y los únicos que quedaban al descubierto estaban al alcance de la terrible palanca.
  
  De pronto oyó dos chapuzones. Sin duda Zena y su hombre habían saltado a la cuneta, que debía de estar llena de agua.
  
  Pasaron unos segundos y una bala silbó a un metro del detective. Éste sonrió, pues se sabía completamente seguro, ya que el ligero arco que formaba el piso de la carretera le protegía de todas las balas. Sin embargo, su situación no era totalmente segura, pues si bien no podía ser herido por los disparos de sus enemigos, tampoco podía salir de debajo del auto. Por un momento pensó deslizarse por el lado opuesto y caer sobre Zena y el gangster con la palanca. Pero los dos hombres eran demasiado buenos tiradores para poder salir con bien de la empresa, y así, Jim decidió aguardar.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Al cabo de un rato cesaron los disparos. Sin duda Louie y Fordyce se habían convencido de que lo único que conseguían era derrochar municiones. Siguió un momentáneo silencio y por fin oyose agitar el agua y Wallace comprendió que alguien salía de la cuneta.
  
  Sin duda debía de ser Fordyce, pues no era probable que Zena se expusiese a correr riesgos innecesarios. Pasaron unos minutos y de nuevo volvieron a oírse los disparos. Pero esta vez no iban dirigidos al coche ni a la carretera. Sin duda el hombre que había permanecido en la cuneta trataba de ahogar con ellos el ruido que pudiera hacer su compañero al acercarse a Jim.
  
  Éste cogió con fuerza la palanca y asomó la cabeza fuera del auto. En aquel momento salió el sol y sus rayos iluminaron a Fordyce, que tendido en el suelo a menos de un metro del detective le estaba apuntando con su pistola.
  
  No podía perderse ni un solo minuto, y a pesar de la difícil posición en que se encontraba, Wallace lanzó hacia adelante la palanca, apuntando a la cabeza del pistolero. La distancia que separaba a los dos hombres era corta, y el pesado hierro dio de lleno en la frente de Fordyce que sangrando copiosamente quedó sin sentido.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  El chofer y Fordyce estaban fuera de combate, quedando sólo Louie Zena, el hombre tras quien Jim había ido desde un principio.
  
  Saliendo de debajo del auto, el detective lanzose sobre Fordyce para apoderarse de la pistola que el gangster empuñaba aún. En el momento en que su mano cogía el arma sonó un disparo y la bala fue a hundirse en el brazo del pistolero.
  
  Louie Zena estaba disparando. Aun a riesgo de matar a su hombre quería terminar con Jim. Éste se preguntó qué diría el gangster si estuviese en situación de reflexionar. En seguida, como la situación se hacía insostenible, disparó sobre Louie.
  
  No quería matarle, pues deseaba que pudiera obtener algún informe referente al anillo «número Cuatro».
  
  El disparo fue suficiente advertencia para Zena, quien se metió de nuevo en la cuneta… Sin embargo, otra bala silbó a pocos centímetros encima de la cabeza del detective. Volviéndose a toda velocidad, Wallace descubrió al chofer, que vuelto en sí de su desmayo, disparaba sobre él con su Webley.
  
  El detective no tenía ningún interés en que el chofer continuara vivo y así le envió en rápida sucesión tres balas dirigidas, dos al pecho, donde entraron, y otra a la cabeza, que pareció estallar al recibir el impacto. El inglés se mantuvo un momento derecho y en seguida rodó muerto sobre la carretera.
  
  
  
  Libre ya de aquel peligro, Jim dedicó su atención al jefe de las gangsters. Louie Zena no dejaba de disparar y aunque no acertaba, enviaba balas a una peligrosa proximidad del detective.
  
  Wallace ensayó un truco que ya había dado buenos resultados en más de una ocasión. Disparó, pero no contra Louie, sino a su espalda, y un chorro de barro cayó sobre el bandido, que lanzando una imprecación empezó a disparar locamente. Otro disparo en la misma dirección obtuvo idéntico resultado, y los disparos del jefe de la banda se alejaron cada vez más del blanco.
  
  Por fin, el detective vio en el borde de la cuneta la mano que empuñaba la pistola y sobre ésta disparó con tal certera puntería que el arma voló por lo aires, describiendo un brillante arco.
  
  Instantáneamente, Jim se puso en pie y lanzose hacia su enemigo. Seis metros escasos le separaban del mismo, pero antes de haber recorrido la mitad del camino, Louie empuñaba ya otra pistola.
  
  El primer disparo arrancó un trozo de tela del hombro del detective; el segundo le pasó rozando la oreja y el tercero no llegó a sonar, pues un balazo de Jim dirigido a la cabeza del pistolero le derribó sin sentido.
  
  Terminado ya el desigual combate, el detective acercose a Zena y cogiéndole por el cuello lo arrastró hasta el auto y por el camino recogió a Fordyce. Metió a los dos bandidos en el coche y después de asegurarse de que ninguno de ellos guardaba otra arma, procedió a cambiar la rueda de la limousine, y terminado esto, ordenó a Fordyce que condujera el auto hacia Nueva York.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Cuando el Tribunal de la Palabra, de Nueva York, abrió sus puertas aquella mañana, una magnífica limousine aguardaba a la puerta. Poco después, los miembros del Tribunal se reunieron y empezaron las vistas. Un hombre que se presentó como el antiguo agente del Servicio Secreto, Benson, presentó pruebas suficientes para enviar a Louie Zena, antiguo jefe de banda y huésped durante varios años de la cárcel de Sing-Sing, a pasar otra temporada en el famoso establecimiento penal, por violación de la palabra dada.
  
  Cuando el Tribunal se abismó en la necesaria rutina, Wallace se esfumó. Había salido victorioso de la primera fase de la lucha. Sólo necesitaba encontrar el medio de poder vigilar a Louie Zena mientras estuviera en la cárcel; y Jim suponía que esto iba a ser mucho más fácil.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XII
  
  
  
  DENTRO Y FUERA DE SING-SING
  
  
  Harry Delaney dio las buenas noches a su hermana y salió de su casa. Suponía que iba a tener el tiempo justo de tomar el tren de Ossining[1]. Debía reintegrarse a su trabajo a la mañana siguiente o perdería el empleo de guarda.
  
  Con paso lento dirigiose hacia la estación del metro. Su rojo y duro rastro no tenía la menor expresión. Delaney era un hombre que pensaba muy poco.
  
  Cuando llegó a la estación del metro compró un periódico de la noche. Lo estaba leyendo mientras bajaba por la escalera, y por ello no se dio cuenta de que le seguía un hombre.
  
  Delaney dirigiose hacia Times Square y al llegar a este punto encaminose al túnel que pone en comunicación el metro con la estación Grand Central. Jim. F. Wallace, que era el hombre que le seguía, continuó detrás de él, a menos de medio metro de distancia.
  
  El túnel estaba lleno de gente que iba y regresaba de la estación. Por ello Delaney no experimentó la menor sorpresa cuando otro hombre tropezó con él. Mas de pronto algo duro se hundió contra sus riñones y una voz bronca le ordenó:
  
  —Si haces un solo movimiento la cárcel de Sing-Sing perderá un guardián.
  
  Delaney carraspeó nervioso e indicó que no pensaba hacer el menor movimiento. Tenía las palmas de las manos bañadas en sudor.
  
  Bajo la dirección de Jim el guarda salió de la estación y subió a uno de los taxis detenidos frente a la misma. Wallace dio la dirección de su casa en la Quinta Avenida. Intrigado por esto Delaney se volvió para hacer una pregunta, pero antes de que pudiera abrir la boca estaba esposado y cloroformizado.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  En el preciso momento en que iba a partir el tren de las doce para Ossining, un hombre, cuyo aspecto era igual al de Delaney cuando salió de casa de su hermana, cruzó el andén después de mostrar su billete y subió a un vagón.
  
  Cuando el revisor llegó junto a él le reconoció como uno de los habituales viajeros de aquella línea.
  
  —Hola, carcelero —le saludó.
  
  —Hola, Joe —replicó Wallace.
  
  Durante un cuarto de hora estuvo hablando con el revisor y ni por un segundo sospechó el empleado que Delaney era en realidad Jim Fonseca Wallace, que merced a sus conocidos del bajo mundo se había enterado de todo lo concerniente a Delaney. Había escogido a este hombre porque su vida estaba exenta de complicaciones, y por lo tanto era fácil representar su papel.
  
  Engañó a los guardas de la cárcel con la misma facilidad que al revisor, y hasta engañó al jefe de los guardas, cuando a la mañana siguiente hizo en su compañía su primera ronda.
  
  Wallace estaba junto a la celda de un prisionero recién llegado cuando el jefe se reunió con él. Este prisionero era Louie Zena.
  
  Una semana más tarde el verdadero Delaney seguía detenido en casa de Jim. Su único temor era perder el puesto a causa de su prolongada ausencia. Por lo demás estaba encantado de la vida. Comía como nunca, fumaba los mejores cigarros de la Habana, tomaba el mejor café de Puerto Rico y dormía cuanto le venía en gana.
  
  Entretanto el falso Delaney había sido trasladado al turno de la noche. Continuaba en la misma sección de celdas. Nadie se dio cuenta de ello, pero el nuevo Delaney prestaba mucha más atención a Louie que a ningún otro preso. Sin embargo, hasta el momento no había descubierto nada anormal en el prisionero.
  
  Al fin se enteró de que el hombre que ocupaba la celda inmediata a la de Zena iba a ser puesto en libertad al día siguiente. Este detenido se llamaba Red Hanophy. Jim redobló la vigilancia.
  
  Aquella noche oyó unos débiles golpes. Alguien estaba empleando el famoso telégrafo de la cárcel, mediante el cual unos presos se comunican en secreto con otros. El alfabeto de este sistema de comunicación es completamente secreto, y pasa de unos a otros sin que los guardianes logren jamás descifrarlo. Pero esto no rezaba con Wallace, que lo conocía a la perfección.
  
  Quitándose los pesados zapatos que llevaba, el detective dirigiose hacia la celda de Louie. Echó una furtiva mirada dentro de ella, mas no descubrió nada anormal. El gangster estaba echado, al parecer durmiendo.
  
  Sin embargo el ruido de los golpes era allí más fuerte que en cualquier otra parte del corredor. Jim prestó oído atento, pero no pudo entender el mensaje.
  
  Sólo de cuando en cuando cogía alguna palabra suelta, merced a la cual pudo comprender que Louie ofrecía a Red un puesto en su banda. Esto no sorprendió a Jim, que sabía que más de un jefe de banda seguía dirigiendo a sus hombres desde la cárcel, con mano tan dura como cuando estaba en libertad.
  
  También cogió algunas palabras que parecían estar en conexión con el Barrio Chino. Así captó la palabra «Mott», que pertenece a una de las más importante calles del mismo.
  
  El detective aguzó el oído, maldiciéndose por no poder escuchar todo el mensaje, mas no consiguió nada. Al cabo de un rato cesaron los golpes y Jim regresó a su puesto, se puso los zapatos y reanudó su ronda.
  
  Poco después pasaba ante la celda de Louie Zena en la que todo aparecía tranquilo.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Delaney se desperezó voluptuosamente. Aún no se había acostumbrado a la suavidad de las sábanas y al mullido colchón sobre el que dormía. Suponía que el criado filipino, cuyo nombre de momento era Miguel —Wallace cambiaba cada semana el nombre de su servidor— estaría allí con el desayuno.
  
  Pero en vez del criado había otra persona, que hizo lanzar un grito de terror al guardián. A los pies de la cama estaba un exacto duplicado de él mismo.
  
  Por un momento Delaney se preguntó si estaba muerto y aquello que veía era su propio fan diñado sobre él. Pero el otro Delaney sonrió con una expresión que nada tenía de fantasmal.
  
  —Levántese, Delaney —dijo Jim—. Ya es hora de que regrese usted a Sing-Sing.
  
  —No creo que me admitan después de tanto tiempo de no haber comparecido por allí.
  
  Jim Wallace sonrió y el guarda se dijo que aquella era su propia sonrisa.
  
  —No se preocupe, le dejarán entrar —le tranquilizó el detective—. Durante una semana he estado representando su papel. —Comprendo lo que el guarda estaba pensando, Jim continuó—: Será mejor que no diga nada a nadie. Si lo hiciera lo único que lograría sería perder su empleo.
  
  Cuando Delaney tomó el tren de las doce, para Ossining, el revisor hizo algunos alegres comentarios acerca de la conversación tenida por ambos la semana anterior. Delaney sonrió al mismo tiempo que jugueteaba con el fajo de billetes que Jim le había entregado antes de despedirle.
  
  A pesar de que este incidente era lo más emocionante que había ocurrido en la vida del guarda, éste nunca lo relató a nadie, aunque muchas noches se las pasaba pensando en ello. Uno de sus resultados fue que el sencillo Delaney se gastó todo el dinero que le diera el detective en comprar un buen colchón de lana y dos pares de sábanas de hilo.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  La roja cabellera de Red Hanophy no hacía más que resaltar la palidez de su cutis, resultado de su larga permanencia en Sing-Sing.
  
  Mientras caminaba por las concurridas calles del Barrio Chino era un hombre marcado. Pero el hombre que le seguía pasaba inadvertido para todos. Jim. F. Wallace vestía como un vagabundo y caminaba exactamente igual. El Barrio Chino de Nueva York está a poca distancia del Bowery, y los vagabundos son cosa muy corriente en el famoso arrabal. Por ello nadie se fijaba en Wallace.
  
  En un extremo de la calle Mott veíase una pastelería chinoamericana, y en ella entró Red Hanophy. Jim le siguió.
  
  El detective conocía perfectamente el chino. Por eso sonrió cuando Red pidió un paquete de Leong Wang, pues sabía que no significaba nada en chino. Leong Wang era un nombre propio, no un artículo comestible.
  
  El suave dependiente chino dirigió una suspicaz mirada a Jim, que era el único occidental, aparte de Red, que estaba en la tienda. De pronto el detective tabaleó sobre el mostrador, como hombre deseoso de ser servido en seguida.
  
  El empleado acercose, arqueando las cejas interrogador. Jim movió negativamente la cabeza.
  
  —Estoy esperando a mi amigo, el pelirrojo ése —dijo.
  
  Red Hanophy volviose con gran rapidez y empezó:
  
  —Yo no…
  
  Jim F. Wallace dio un paso hacia el antiguo presidiario y le mostró algo que empuñaba. Red abrió la boca e instintivamente fue a levantar las manos. Jim le estaba amenazando con un pequeño pero potente Derringer.
  
  —Volveré a buscar eso dentro de un rato —dijo al empleado. Y seguido de Jim se dispuso a salir de la tienda.
  
  Wallace conservaba el revólver apuntando contra Hanophy. Al llegar ambos a la puerta otros dos hombres entraron en la tienda, y levantaron significativamente las manos, que llevaban metidas en los bolsillos de sus abrigos. Jim comprendió por el bulto que los recién llegados empuñaban potentes automáticas dispuestas a disparar sobre él.
  
  El detective dejó caer su Derringer y se encogió de hombros. Era indudable que quienquiera que estuviese al frente de la banda en representación de Louie Zena había enviado aquellos hombres para que guardasen las espaldas a Red Hanophy, en su primer trabajo.
  
  Seguido por los tres gangsters, Wallace salió de la tienda y dirigiose al puente de Manhattan. Detrás de él iban los dos pistoleros, y a su lado Red Hanophy, cuyo rostro ya no parecía tan pálido como minutos antes.
  
  Al cabo de un rato llegaron a uno de los túneles de tráfico y torcieron hacia un lugar completamente desierto.
  
  —Regístrale, Hanophy —dijo uno de los pistoleros.
  
  Red obedeció la indicación y se dispuso a cachear al detective, mas apenas había empezado a palparle las ropas sintiose cogido por unas manos de acero que de un golpe le privaron de sentido. En seguida, Jim, que no había sido desarmado, empuñó una de sus pistolas y de un certero disparo hizo volar la automática que uno de los gangsters había empuñado. El otro levantó lentamente las manos al cielo, soltando su pistola.
  
  Wallace contempló burlón a los tres prisioneros.
  
  —Largaos de aquí, no os necesito para nada.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XIII
  
  
  
  LA GUARIDA DE LEONG WANG
  
  
  Con su pulcro traje negro, sombrero del mismo color y blanquísima camisa, Jim Fonseca Wallace tenía todo el aspecto de un chino. Para hacer más completa la impresión se había añadido unos pegotes de cera que hacían sobresalir los pómulos y daban a la nariz el tamaño de un producto genuino de Oriente. Además el cutis estaba cubierto de una tintura amarilla que no dejaba nada que desear.
  
  Era el sábado por la noche y Jim se mezcló con la muchedumbre que deambulaba por la calle Mott. No se atrevió a dirigirse a la pastelería donde estuviera días antes. Al cabo de un rato entró en una tienda donde se vendía té y tabaco chino. Compró una libra de cada producto que guardó en los amplios bolsillos de la americana.
  
  El empleado que le sirvió hablaba en cantonés y en el mismo dialecto preguntó Jim:
  
  —Yo, hermano, soy forastero en vuestra hermosa ciudad. ¿Dónde puede uno invertir un poco de dinero? No mucho, sólo el que este miserable servidor ha podido ahorrar.
  
  El empleado mencionó dos o tres nombres chinos. Wallace movió negativamente la cabeza.
  
  —Un amigo de San Francisco mencionó una vez al honorable Leong Wang —dijo—. ¿Le conoces?
  
  Los modales del dependiente se hicieron más respetuosos.
  
  —Leong Wang —dijo— es un hombre de gran fortuna. Sólo trata con cantidades importantes.
  
  —Sin embargo —sonrió Jim—, me gustaría verle, a pesar de que la cantidad que puedo invertir es de las más despreciables.
  
  El chino conocía la costumbre china de rebajar siempre lo propio, aunque fuera de la mayor importancia.
  
  —Ve a la tienda de Harry Gow y menciona el asunto que allí te lleva.
  
  Jim se inclinó profundamente ante el oriental, que a su vez devolvió el cortés saludo, y salió de la tienda.
  
  Cuando hubo recorrido media manzana, Wallace detuvo a un chino cuyo aspecto le proclamaba como cantones de pura cepa.
  
  —¿Podrías decirme, hermano —le preguntó—, dónde está la tienda de Harry Gow?
  
  El chino a quien se dirigía Jim era el modelo de la cortesía y se apresuró a acompañar al detective hasta la calle Pell y al fin le dejó a la puerta de la tienda de Gow.
  
  Allí el chino se detuvo, asegurando que lo que acababa de hacer era la cosa más insignificante del mundo. Wallace protestó de esta afirmación proclamando que el otro era su bienhechor y que el favor que acabada de hacerle sería recordado por todos sus descendientes.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Jim entró en la tienda de Harry Gow. Inclinándose ante el viejo que estaba sentado sobre un cojín, con las piernas cruzadas, preguntó:
  
  —¿Hablo con el honorable Harry Gow?
  
  El viejo inclinó la cabeza.
  
  —Deseo comunicar al honorable Harry Gow —siguió el detective— que desearía ver al muy honorable Leong Wang.
  
  En el rostro del oriental no apareció la menor sorpresa. Inclinose una vez más y preguntó el motivo de la visita de Jim.
  
  Éste metió la mano en el bolsillo y sacó un dibujo del anillo «número Dos», que tendió a Harry Gow.
  
  Sin mirarlo, el chino lo dejó en el suelo, ante él, y dio unas palmadas. Un joven oriental salió de las sombras, y recibió el dibujo del anillo, al mismo tiempo que una orden en un dialecto que Wallace no pudo comprender. El joven desapareció en seguida y Harry Gow señaló a Jim un almohadón colocado cerca del que ocupaba.
  
  Durante un cuarto de hora el detective aguardó sentado, con las piernas cruzadas, el regreso del mensajero. Al fin éste apareció, murmurando algo al oído de Gow, Volviéndose hacia Jim, el comerciante dijo:
  
  —El honorable Leong Wang te espera.
  
  Wallace se levantó lentamente y siguió al joven hacia la parte trasera de la tienda, sumida en densas tinieblas. Por dos veces estuvo a punto de caer sin que su guía se molestase en ayudarle.
  
  Extendiendo una mano a un lado, Jim encontró una pared y sirviéndose de ella como de punto de referencia siguió al chino.
  
  Así corrieron una treintena de metros. El detective jamás se habría figurado que la tienda de Harry Gow fuese tan grande. Por fin el guía lanzó una orden y encendió una cerilla para indicar que torcía a la derecha. En adelante fue encendiendo cerillas, mostrando los gastados escalones de una escalera que se hundía en la tierra. El aire era cada vez más frío y húmedo.
  
  Por fin llegaron a un estrecho pasaje. Dos altos chinos vestidos de negro, igual que Jim, avanzaron hacia él. Aunque vestían a la manera occidental, las mangas de sus americanas eran muy anchas y ambos escondían las manos en ellas.
  
  Wallace sabía el motivo. En una manga se encontraría un afilado cuchillo, al arma favorita de los orientales; en la otra estaría pronto una automática, como concesión a las ruidosas costumbres yanquis.
  
  Aquellos dos hombres eran guardas. Pero más que esto eran miembros de la más antigua asociación del mundo: la Asociación China de Asesinos Profesionales.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  A una musitada orden del guía de Jim ambos guardianes se hicieron a un lado. Le miraron sin la menor curiosidad y uno de ellos murmuró:
  
  —Un mono blanco.
  
  Esto, en argot chino, significa: «un norteamericano». Aquellos hombres habían descubierto su disfraz.
  
  De nuevo el chino y Jim avanzaban por un oscuro corredor. El detective se arrancó los pegotes de cera y con un pañuelo que humedeció con cierto líquido se quitó la pintura que le cubría el rostro, convirtiéndose de nuevo en un occidental.
  
  El guía no volvió ni una sola vez la cabeza.
  
  Subieron cuatro escalones tallados en la roca, y después avanzaron por un piso plano. De pronto el guía se detuvo obligando a Wallace a hacer lo mismo. En seguida levantó un brazo y alcanzó algo del techo. Cuando él y Jim siguieron adelante lanzó una tenue risita.
  
  Cuando hubieron dado unos pasos, el guía volvió a detenerse y de nuevo alcanzó algo del techo. El detective comprendió que acababa de pasar por encima de una trampa, que el chino había cerrado y vuelto a abrir. Si Jim hubiese intentado avanzar solo por allí habría muerto instantáneamente.
  
  Algo tenue se percibió de pronto, el olor a incienso y las tinieblas que reinaban en el pasillo se hicieron menos densas. Al del incienso se unió el aroma de tabaco chino.
  
  El guía cogió a Wallace por un brazo y le hizo bordear un invisible abismo y después le indicó que debía bajar por una escalera de mano.
  
  Cuando hubieron bajado unos veinte o treinta metros la escalera dejó de moverse, señal de que el chino había llegado ya al final del descenso. Unos segundos después, Jim se reunía con él.
  
  El guía abrió las dos hojas de una enorme puerta, que por lo frío de su superficie hicieron creer a Jim que eran de hierro o de acero, y los dos hombres se hallaron en una amplia y lujosísima sala. Las paredes estaban cubiertas de maravillosas sederías chinas, y el suelo hallábase tapizado con una alfombra de increíble belleza y amuebladas con sillas de teca, enormes cojines y mesas con incrustaciones de marfil.
  
  Nadie ocupaba aquella estancia, que estaba alumbrada por la suave luz de numerosos faroles rojos. El olor a tabaco e incienso era allí muy fuerte.
  
  El guía indicó a Jim que entrara y le señaló un almohadón, en el cual el detective se sentó con las piernas cruzadas. El chino miró al hombre que había acompañado y Wallace le vio arquear ligeramente las cejas, en señal de asombro. El oriental que saliera de la tienda de Harry Gow habíase convertido por el camino en un occidental.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Oyose el argentino batir de un gong en la habitación inmediata y las dos hojas de una puerta se deslizaron dentro de la pared. A través de unas cortinas de seda apareció una estancia aún más lujosamente amueblada, con un brillante suelo de finísimo mármol.
  
  El hombre que entró era increíblemente viejo; parecía haber dejado muy atrás el siglo y haber vencido definitivamente a la muerte.
  
  Jim se levantó al ver entrar al oriental, quien no demostró la menor sorpresa al verle, limitándose a decir en perfecto inglés:
  
  —Esperaba un cantonés. Usted es un blanco.
  
  Wallace inclinose ante el chino y en cantonés replicó:
  
  —A pesar de ello soy el más humilde servidor del honorable Leong Wang.
  
  El oriental sacó de un bolsillo el papel con el dibujo del anillo, y se lo mostró al, detective.
  
  —¿Tiene el original? —preguntó—. ¿Dónde lo encontró?
  
  Jim movió negativamente la cabeza.
  
  —Poseo realmente el original del dibujo, honorable anciano —contestó en chino—. Pero actualmente no lo llevo encima. Me lo entregó un hombre llamado Taubeneck, que murió hace poco.
  
  Leong movió la cabeza.
  
  —Supongo que habrá querido comprobar su eficacia, ¿eh? —murmuró—. Bien, la palabra de Leong Wang es conocida. Tráigame el anillo y cuénteme sus aventuras. Si es usted poseedor legal del anilló le entregaré trescientos mil dólares.
  
  Dicho esto, el anciano chino dio media vuelta y dirigiose otra vez hacia la habitación de donde había venido. Jim le contuvo con un humilde carraspeo.
  
  —Muy honorable Leong —dijo—. Permitidme que antes os cuente mis aventuras. Luego, cuando os traiga el anillo…
  
  Leong levantó una mano.
  
  —Puede contarme eso cuando me traiga el anillo. —Y sin añadir palabra cruzó la puerta, que empezó a cerrarse.
  
  El guía acercose a Wallace y le indicó que le siguiera. Cuando pasaron junto a los dos guardianes del pasillo, el que había llamado «mono blanco» al detective rompió su oriental impasibilidad con una sonrisa. Estaba contento de comprobar que su conjetura había resultado cierta.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XIV
  
  
  
  TRAMPA CHINA
  
  
  Si el camino hasta el refugio de Leong Wang era enrevesado, el que siguió Wallace para salir del Barrio Chino lo fue aún mucho más. Pasó tres o cuatro veces por la misma calle; tomó siete taxis distintos antes de llegar a su casa y al fin quedó casi convencido de que nadie le había seguido. Sin embargo había visto y oído contar cosas muy extrañas en sus años de trato con los chinos.
  
  Sabía que a pesar de ser considerado como uno de los mejores detectives del mundo, la gente que le daba este título lo hacía sin creerlo. En realidad le tenían por uno de los mejores detectives blancos. Había otros cuya piel no era tan nítida como la suya, que habían demostrado una agudeza y eficiencia superiores a las de muchos occidentales. Wallace nunca se sentía tranquilo cuando tenía que tratar con chinos. Muchas veces se habían demostrado capaces de desconcertarle.
  
  Una vez había dicho a un famoso detective francés que era una suerte que los chinos tuviesen fama de honrados. Si se hubieran dedicado al robo y al crimen, toda la policía de Europa y América hubiese sido impotente para contenerles.
  
  Después de una tarde pasada entre ojos almendrados y corteses sentencias, fue un alivio para Jim contemplar el sonriente rostro de su criado. Ése no ocultaba ningún pensamiento que Wallace no pudiera leer. Ningún chino podía ser más honrado que su criado. Un perro no habría sido más fiel que el pequeño filipino.
  
  El pequeño criado le trajo un vaso de jugo de naranja y Wallace fue a la biblioteca a tomarlo, al mismo tiempo que leía un diario de la noche. Cuando hubo terminado subió a su cuarto a desnudarse, para tomar un baño.
  
  Mientras Jim acababa de secarse, después de salir del baño, el criado entró sin pedir permiso. Esto era algo que jamás había ocurrido.
  
  Wallace se levantó de un salto e instintivamente empuñó un revólver que tenía encima de un taburete blanco. Aun en el retiro de su cuarto de baño, el detective estaba prevenido para lo que pudiera ocurrir.
  
  —Abajo hay unos chinos que desean verle, señor —dijo en español el filipino.
  
  Wallace salió de la bañera y se envolvió en un grueso albornoz. En seguida, empuñando su revólver, salió del cuarto de baño.
  
  Los dos guardianes que viera en el pasaje secreto de Leong Wang le esperaban en el salón. Al ver entrar se inclinaron profundamente ante él, conservando las manos metidas en las mangas.
  
  —El honorable Leong Wang quiere verle —dijo uno de ellos—. Venga usted con nosotros.
  
  —No puedo ir ahora —replicó Jim, en chino—. Decidle a Leong Wang que no tengo el anillo, que mañana le veré.
  
  —Usted viene con nosotros ahora —replicó el más alto de los dos orientales, que al parecer era hombre de pocas palabras.
  
  El detective contempló el revólver que conservaba en la mano y que si quería podría deshacerse de aquellos dos hombres, pero no deseaba una batalla campal en su propia casa. Así, al cabo de unos segundos, murmuró:
  
  —Bien, os acompañaré. Esperad que me vista.
  
  La mirada de los emisarios de Leong Wang se dulcificó.
  
  Wallace corrió escalera arriba, seguido de uno de los chinos. Al darse cuenta de ello, el detective acortó el paso, imitándole el otro. De esta manera siguió ascendiendo hasta que sólo tres escalones le separaron del final de la escalera. Entonces dio un salto, cruzó el descansillo y penetró en su cuarto, cerrando con llave la puerta. Sin detenerse a vestirse cogió las ropas que estaban encima de la cama y corriendo a la ventana bajó por la escalera de incendios llegando al patio.
  
  Sin hacer caso del frío, saltó una cerca yendo a parar al patio de una casa vecina y refugiándose en un rincón, desde donde no podía ser visto por nadie, se vistió apresuradamente.
  
  Cuando hubo terminado se dispuso a saltar a otra casa. Apenas acababa de hacerlo sonó un disparo. Evidentemente uno de los guardianes había aguardado en la ventana con la esperanza de volver a verle.
  
  Con toda cautela arrastrose por el suelo, a fin de evitar presentar blanco para otro disparo, y llegó a la última casa, deteniéndose ante una puerta cerrada. Sacó un manojo de ganzúas y tras dos intentos logró abrir. Pero entonces se encontró con una cadena de seguridad que seguía impidiendo que la puerta fuese totalmente abierta, dejando sólo una ranura de unos tres centímetros.
  
  Wallace creyó notar que una sombra pasaba por encima de la primera cerca. Sin duda el chino había salido de la casa y reanudaba la persecución.
  
  Sacando el revólver, Jim sonrió levemente y apoyó la boca del cañón sobre la vieja cadena de la puerta. Un solo disparo fue suficiente para romperla.
  
  Una vez abierta la puerta, el detective no pasó por ella. En vez de esto fue a refugiarse en un oscuro rincón del patio y aguardó. Las ropas que vestía eran las mismas que llevara aquella tarde al Barrio Chino. Eran negras, y gracias a ellas pasaba totalmente inadvertido en la oscuridad.
  
  Al cabo de un par de minutos, el chino que persiguiera a Jim saltó la cerca y, después de dirigir una rápida mirada a su alrededor, cruzó el patio, deteniéndose ante la puerta. La mirada de sus impasibles ojos se posó en la quebrada cadena. Al momento comprendió que el detective había escapado por allí.
  
  Pero en el preciso momento en que el chino se disponía a abrir la puerta, ésta le dio en las narices una figura vestida de azul salió del interior de la casa. Era un policía y en la mano empuñaba un revólver de reglamento.
  
  El cuchillo del chino buscó el cuerpo del guardia, mas éste saltó a un lado y disparó a quemarropa. El oriental lanzó un gemido y rodó por el suelo; estaba muerto.
  
  El policía se guardó el revólver y, después de dirigir una atenta mirada al caído, volvió a entrar en la casa. Sin embargo, Wallace no se movería de la proximidad del muerto hasta que llegaran refuerzos; así siguió oculto en las tinieblas durante cinco o seis minutos, hasta que al fin oyó el lamento de las sirenas de los autos de la policía, y poco después vio llegar a un grupo de hombres que conversaban animadamente.
  
  Dos de ellos prepararon una cámara fotográfica y un disparador de magnesio. Junto a ellos había cuatro o cinco policías de uniforme y cinco o seis paisanos, indudablemente periodistas que acudían a hacer información. Jim tomó en seguida una decisión. Saliendo de las sombras se acercó al grupo de los reporteros y pareció interesarse grandemente por el chino muerto. Uno de los periodistas le dirigió una indiferente mirada. En seguida reanudó la escritura de sus notas, diciéndose que aquél sería un compañero haciendo información para otro periódico.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Un cuarto de hora más tarde los periodistas abandonaron la casa, en busca de teléfonos públicos desde donde llamar a las redacciones de sus respectivos diarios.
  
  Al llegar a una prudente distancia del lugar del suceso, Wallace se separó de sus compañeros sin que éstos se dieran cuenta de ello. Tampoco se había fijado en él la policía, demasiado ocupada en la identificación del chino, para prestar atención a un oscuro periodista.
  
  Regresó a su casa, deteniéndose frente a la puerta. No quiso entrar, pues suponía que el compañero del muerto aún no se habría marchado. En efecto, cuando unos minutos más tarde volvieron a sonar las sirenas de los autos de la policía, indicando que abandonaban el lugar del suceso llevándose el cadáver del oriental, se abrió la puerta de la calle y apareció el otro chino.
  
  Sin vacilar un segundo, Wallace partió tras él, siguiéndole a un centenar de metros. Así cruzó varias calles, siempre en dirección al Barrio Chino. Llegaron a Washington Park y tres manzanas más allá el chino metiose en un oscuro callejón. Wallace tuvo que apresurarse para no perderle de vista.
  
  Al entrar en el callejón, el detective sacó una de sus pistolas, y después de quitarle el seguro la guardó en un bolsillo del traje. No quiso utilizar el revólver, con el cual rompió la cadena, temiendo que se hubiera estropeado.
  
  El oriental avanzaba con toda rapidez por la calle. Cuando llegó al final de la misma se detuvo, sacó un cigarrillo y apoyándose en la pared, a la salida del callejón, lo encendió. Wallace permaneció acurrucado en la mitad de la calle con la pistola pronta a entrar en acción. De no tener un oído tan fino jamás hubiera oído los pasos que sonaron a su espalda.
  
  Mas como lo tenía volviose a tiempo de ver dos hombres que entraban en el callejón. Tal vez fuesen inocentes transeúntes, pues no era probable que Leong Wang hubiese supuesto que uno de sus hombres iba a morir y el otro sería seguido por Wallace, y para cazarlo hubiera preparados otros dos asesinos profesionales.
  
  Pronto comprendió su error, al ver que los recién llegados se detenían a pocos metros de la entrada del callejón y sacando un paquete de cigarrillos se disponían a imitar al otro oriental. La llama de las cerillas permitió a Jim descubrir sus rostros. Eran amarillos e impasibles, y anunciaban con toda claridad que el detective estaba cogido en la trampa.
  
  En un extremo de la calle había un asesino profesional. En el otro dos chinos. Hubiera sido ridículo suponer que los tres hombres no trabajaban de acuerdo.
  
  La pista de Leong Wang le hacía mucho más difícil de lo que Wallace había supuesto. Sin embargó, estas dificultades tenían la ventaja de demostrarle a ciencia cierta que estaba en el buen camino para llegar a la solución del misterio de los seis anillos.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XV
  
  
  
  FUERA DEL ATOLLADERO
  
  
  Jim Fonseca Wallace sentíase como un ratón en las garras del gato. Al parecer no había salida posible. Sobre él alzábanse paredes lisas perforadas por ventanas hasta una altura de seis pisos. No eran rascacielos, mas a pesar de ello era imposible escalar aquellos edificios.
  
  En un extremo de la calle montaba guardia un hombre que debía de haber cometido una respetable cantidad de asesinatos antes de ser admitido en la sociedad a que pertenecía.
  
  En la entrada del callejón vigilaban también dos hombres, tal vez asesinos asociados, tal vez sin asociar, pero indudablemente asesinos.
  
  Ellos representaban el factor desconocido. Podían ser mejores tiradores que el otro chino, o tal vez hombres que en su vida habían disparado un revólver.
  
  Wallace prefirió enfrentarse con ellos. Siempre había una posibilidad de escape. En cambio, con el otro chino no existía.
  
  Dirigiose, pues, hacia los dos orientales que guardaban la entrada del callejón. De pronto pisó unos vidrios rotos que en la quietud de la noche produjeron un ruido ensordecedor.
  
  Aún no se había apagado el eco de la rotura de cristales, cuando a la espalda de Jim sonó un disparo, y una bala pasó a una peligrosa proximidad. El chino del otro extremo del callejón había oído el ruido y disparado instantáneamente.
  
  Wallace replicó en seguida, pero la oscuridad era demasiado densa para poder acertar y, además, el oriental se había refugiado en una esquina y sólo asomaba un ojo y la mano que sostenía la pistola. Todo lo cual ofrecía un blanco muy pobre.
  
  La mirada de Jim se levantó al cielo, como si esperase alguna ayuda de allí. Tan estrecha era la calle, que las casas parecían juntarse, dejando sólo a la vista una estrecha franja de oscuro cielo.
  
  
  
  De pronto una bala le destrozó el tacón del zapato derecho, causándole un profundo dolor en la pierna. Otras balas pasaron a poca distancia, hundiéndose en las paredes de ladrillo. Sin duda, sus adversarios podían ver con bastante facilidad el lugar donde se encontraba.
  
  Incorporándose para poder contestar a los disparos, Jim apuntó hacia el lugar donde brillaban las llamaradas. Antes de que pudiera disparar llegó a sus oídos el silbido de un cuchillo al rasgar el aire. El chino que guardaba la salida del callejón debía haberle visto, y fiándose más de su puñal que de las balas, acababa de lanzar el cuchillo contra el detective.
  
  
  
  Éste comprendió en seguida que por más que hiciese no lograría evitar el arma, y así, en el preciso momento que el acero llegaba a su cuerpo, lanzose hacia adelante con la misma velocidad que llevaba el puñal, impidiendo así que éste se hundiese en su carne. Cuando Jim llegó al suelo, el cuchillo había perdido ya su fuerza, y cayó sobre el empedrado, habiendo limitado a un ligero pinchazo lo que pudo haber sido mortal puñalada.
  
  Wallace recogió en seguida el pesado cuchillo. Aunque no tan buen tirador de puñal como un chino, el detective sabía manejarlo. Colocándoselo en la palma de la mano, con la empuñadura vuelta hacia los dos hombres que guardaban la entrada del callejón, esperó a que alguno de ellos disparase. No tardó en ocurrir esto, y entonces con un rápido movimiento, Wallace envió el acero hacia el punto donde brotara la llamarada.
  
  Un largo lamento indicó que el arma había llegado a su destino, y una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro de Jim. En seguida, levantó la vista y descubrió algo muy semejante a una barra de hierro que salía de la pared. Un grito de alegría estuvo a punto de brotar de sus labios, y en un momento formó un plan de batalla.
  
  Guardando la pistola con que había hecho frente a los orientales, dio un salto de atleta y las yemas de sus dedos rozaron la barra, sin poderse coger de ella. Otro salto fue más afortunado y las manos del detective se cerraron sobre una gruesa y, oxidada barra de hierro. Una rápida contracción de los brazos y Jim encontrose cabalgando en la barra, que crujió bajo su peso, aunque sin ceder. Inmediatamente Wallace empuñó dos pistolas y conservando el equilibrio con las piernas aguardó pacientemente, mientras las balas pasaban silbando bajo él. Los chinos, ignorantes de que Jim no se encontraba ya en el sitio de antes, seguían dirigiendo a él sus tiros.
  
  Mientras seguía el concierto de disparos, el detective sacó una caja y se maquilló para representar el papel de Benson.
  
  A pesar del papel que desempeñaban los chinos, no eran ellos los más peligrosos en aquel asunto de los seis anillos. Quedaba aún el Número Uno y la banda de Louie Zena. Aunque éste se encontraba en la cárcel, sus hombres seguían dirigidos por él y habían ya demostrado su eficiencia.
  
  Cuando Wallace terminó de maquillarse se dio cuenta de que las detonaciones sonaban más espaciadas. De pronto sonó una sirena que detuvo como por ensalmo el tiroteo.
  
  Los dos chinos que guardaban la entrada del callejón avanzaron al encuentro del guardián de la salida. Uno de ellos avanzaba cojeando, ayudado por el otro. Cuando se reunieron con su compañero le anunciaron en cantonés que el enemigo blanco había desaparecido.
  
  Wallace sonrió burlón y saltó a tierra para seguir a los orientales, pero antes de que tuviera tiempo de ponerse a cubierto viose enfocado por los faros de un automóvil lleno de policías.
  
  ¡Había escapado de las manos de los chinos, pero caía en las de la Ley!
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XVI
  
  
  
  LA DETENCIÓN
  
  
  Mientras los policías saltaban del auto, Jim estuvo muy ocupado. Sabía que durante unos segundos ningún policía le vigilaría muy atentamente. Es una cosa muy corriente que cuando son muchos los encargados de vigilar a uno, todos suponen que los demás ya lo hacen y que, por lo tanto, ellos pueden ahorrarse el trabajo. Además, ningún gangster se ha atrevido jamás a luchar solo contra un grupo de guardias.
  
  Pero Jim no pensaba luchar. Lo que estaba haciendo era desprenderse de cuanto podía comprometerle. La caja del maquillaje fue a parar a un rincón de la calle. Wallace tenía muchas más en su casa, pues estaba acostumbrado a deshacerse de ellas siempre que iba a ser registrado. Con más disgusto se deshizo de sus pistolas. Tenían huellas demasiado evidentes de haber sido disparadas poco antes y podía darse el caso de que se encontrase a alguno de los chinos con una de las balas correspondientes a las armas de Wallace, metida dentro del cuerpo. Sus amigos no podrían ayudarle en nada si se le llegaba a acusar de homicidio. Así las pistolas fueron a parar debajo del auto de la policía, el último lugar donde ésta iría a buscarlas.
  
  Cuando los ocupantes del auto le rodearon, Wallace estaba con las manos en alto y la más inocente de las expresiones en el rostro.
  
  —¿Qué haces aquí? —le preguntó un sargento—. ¿Qué ha pasado?
  
  —No lo sé —contestó Jim—. Pasaba por aquí…
  
  —¡Ya se lo contarás al comisario! —gruñó el sargento, empujándole dentro del auto.
  
  Wallace no protestó lo más mínimo. Sabía que los agentes estaban furiosos por habérseles escapado el resto de los combatientes.
  
  Un guardián seguía el rastro de sangre dejado por el chino herido, pero no era probable que le condujese a ningún sitio. Los orientales son maestros en el arte de despistar y desaparecer.
  
  Unas esposas se cerraron en las muñecas de Jim. En seguida el auto se puso en movimiento, partiendo en dirección a la Comisaría.
  
  El comisario miró preocupado al prisionero. El sargento explicó los motivos de su detención, basados sólo en sospechas, por haber sido hallado en el lugar del tiroteo, lugar lleno de sangre y cápsulas vacías, pero sin cadáver que cargar al detenido. Éste no llevaba encima armas ni nada sospechoso.
  
  El policía inclinose hacia Wallace y le miró fijamente. El detective bajó los ojos, como si no pudiera resistir la mirada del comisario.
  
  —Tomadle las huellas dactilares —ordenó el comisario. Y las manos de Jim fueron bruscamente apoyadas sobre el tampón y luego encima de una cartulina.
  
  El comisario entregó las huellas a un agente y le ordenó:
  
  —Llévelas a Jefatura y dígales si pueden identificarlas.
  
  El agente saludó y partió a cumplir la orden.
  
  Jim F. Wallace miró sonriente al policía que iba a cumplir el encargo de las huellas dactilares. Sabía que aquello no daría el menor resultado, pues sus huellas nada significaban para la policía.
  
  —Ahora llevadlo a una celda —ordenó el comisario.
  
  El detective fue a protestar, pero dos fuertes manos le cogieron por los hombros y le arrastraron a las celdas de los sótanos.
  
  En aquel momento no había allí otro prisionero. Como de costumbre, todos habían sido trasladados a las cárceles de la ciudad en espera de su proceso. Jim fue introducido en una celda amueblada simplemente con una cama de madera, cubierta por un delgado colchón. En un rincón, fuertemente incrustado en la pared, veíase un lavabo.
  
  La puerta de la celda batió tras él y poco después sonaron los pasos de los policías al alejarse. No se dejó ninguna guardia, pues la única salida de aquel lugar era por la puerta principal.
  
  Wallace tendiose en la cama y encendió un cigarrillo, ya que los agentes no le habían quitado ni el encendedor ni la pitillera.
  
  Cuando hubo terminado el cigarrillo se acomodó en la cama y se dispuso a descabezar un sueño.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Jim Fonseca Wallace se enorgullecía de su capacidad para despertarse en el momento en que quería, por profundo que fuera el sueño. Así, media hora más tarde sentose en la cama, completamente desvelado.
  
  A través de las rejas pudo ver a dos policías. Levantose y con perezoso paso fue hasta la puerta. Uno de los guardias escogió una llave de entre un enorme manojo y abrió la celda. Jim salió y fue escalera arriba.
  
  Cinco o seis detectives y policías estaban reunidos en el despacho del comisario, quien presentaba un aspecto muy grave, hablando con un capitán amigo de Jim.
  
  Detrás de los dos hombres había otro detective, un inspector a quien Wallace conocía perfectamente. Sin duda se le había hecho venir para que viese de identificar al prisionero, cuyas huellas dactilares eran totalmente desconocidas para la Policía.
  
  Wallace no había sido registrado en el libro de la Comisaría al llegar allí. Así, el comisario cogió una pluma y preguntó:
  
  —¿Cómo te llamas?
  
  El detective movió negativamente la cabeza.
  
  —¿Cómo te llamas? —rugió rojo de ira el comisario.
  
  De nuevo Jim negó con la cabeza.
  
  —Bien, llevadle a la nevera —gruñó el comisario—. Quizá allí se vuelva más locuaz.
  
  Wallace volviose hacia el capitán y con forzada calma empezó:
  
  —¿Qué significa esto, capitán? ¿De qué se me acusa? No hay nada contra mí. Se me ha detenido sin habérseme encontrado ningún arma encima, y sólo por estar cerca de un lugar donde según ellos había debido de ocurrir algo.
  
  El capitán movió lentamente la cabeza y dirigiéndose a los policías, les ordenó:
  
  —Lleváoslo.
  
  Jim volviose de nuevo hacia él y dijo:
  
  —Está bien, capitán. Hablaré. Tenga, un cigarrillo —y Wallace tendió al capitán su pitillera con los famosos cigarrillos habanos.
  
  Todos los altos jefes de la Policía neoyorquina conocían aquellos cigarrillos por haberlos fumado más de una vez. El capitán los miró, arqueó las cejas y tras un momento de vacilación cogió uno y lo encendió. Dio unas chupadas en silencio y miró de nuevo el cigarrillo. Después lo tendió al inspector que estaba a su espalda y le susurró unas palabras.
  
  El inspector entornó los ojos y contempló también el cigarrillo. Por fin, y en medio del general silencio, murmuró una palabra que hizo estremecer a todos:
  
  —Asesinato.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  El cerebro de Jim era un torbellino. No podía comprender el verdadero significado de las palabras del inspector; palabras que el capitán y el comisario apoyaban con movimientos de cabeza.
  
  De pronto se dio cuenta de todo. Lejos de identificarle como Jim Fonseca Wallace, el cigarrillo había convencido a los policías de que él era el asesino del famoso detective, a quien había quitado los cigarrillos.
  
  La policía le suponía ausente de Nueva York, ya que Benson, caracterizado como él, había salido de la ciudad sin dejar rastro. Por ello el detective no había sido visto en muchos días. La cosa no dejaba de tener gracia, y Jim se reía interiormente pensando en el momento en que le acusaban de haberse asesinado a sí mismo.
  
  Pero de momento la situación era grave. Aquellos honrados policías iban a detenerle. No creyeron que al tenderles Jim un cigarrillo lo hiciera para identificarse, sino para amenazarles, indicando que el hombre que había matado al mejor detective de los Estados Unidos no era persona con quien se pudiera jugar.
  
  —Yo soy Jim Fonseca Wallace —musitó acercándose al capitán y a sus compañeros.
  
  El primero sonrió sin ganas e hizo una señal con el pulgar de la mano derecha, indicando el camino de las celdas.
  
  Wallace comprendió que iba a ser necesario deshacerse de su disfraz, aunque no tenía grandes esperanzas en la eficacia de tal acción. Jim Fonseca Wallace no podía ser identificado sólo por su rostro. En el curso de su carrera se había preocupado tanto por pasar inadvertido y cambiar de aspecto, que había logrado que ni sus propios amigos le reconociesen.
  
  De pronto, cuando los agentes se disponían a conducirlo a la celda, oyose una voz en la puerta de la calle.
  
  —Un momento. ¿Qué ocurre?
  
  Todos se volvieron, viendo junto a la puerta un hombre con todas las características de Jim Wallace. Vestía un traje con el cual el detective había sido visto varias veces. El sombrero era uno de los que pertenecían a Jim. Sus zapatos, corbata, guantes y manera de andar eran de Jim F. Wallace.
  
  Con un estremecimiento, el detective se dio cuenta de que aquél hombre tenía momentáneamente su destino en sus manos. Sus ropas, su documentación, su aspecto, todo correspondía a Jim F. Wallace. Y es que aquel hombre era Benson, a quien el detective había entregado todos sus documentos de identificación, y que había partido a esconderse hasta que Jim descubriera el último anillo de oro.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XVII
  
  
  
  UN BANDIDO POR CLIENTE
  
  
  Como buen actor, Benson permanecía en la puerta sin pronunciar una palabra, ni hacer el menor movimiento. Al fin dirigiose hacia el comisario y se detuvo.
  
  Jim se preguntó por qué había vuelto Benson, cuando él le había ordenado que permaneciese escondido hasta que él le mandase que volviese.
  
  El antiguo policía secreta fue hacia Jim y le miró fijamente. Los zapatos que éste llevaba le hacían un poco más alto que Benson. Así, el ex policía tuvo que levantar un poco la cabeza para mirar a Jim a la cara. Mirándose fijamente, permanecieron unos instantes. El disfrazado Benson, que era exactamente igual a Jim Fonseca Wallace, y el disfrazado Wallace, que no se diferenciaba en nada del verdadero Benson.
  
  —¿Dónde pescó a ése, capitán? —preguntó Benson.
  
  Antes de que el capitán pudiera contestar, Jim dijo, volviéndose hacia su cliente:
  
  —Benson, puede usted contar al capitán la verdad. Así le sacará de un error.
  
  El otro le miró fijamente y al fin replicó:
  
  —¿Qué me está usted contando? ¿Qué verdad es esa, y qué nombre es el que me ha dado?
  
  Jim no era tardo en comprender. Inmediatamente se dio cuenta de que Benson se había burlado de él, alquilándole solamente para que recibiera los golpes y le hiciese el trabajo.
  
  Sin duda Benson debía de trabajar para el misterioso Número Uno, el único de los poseedores de anillos que aún no había roto las hostilidades contra él. En seguida reconstruyó mentalmente el plan que él habría elaborado de ser el más listo de los seis bandidos que enviaron su dinero a Suiza.
  
  Una terrible indignación asaltó al detective. Jamás había odiado a criminal alguno como odiaba a Benson y a su misterioso jefe. Muchas veces se había compadecido de los hombres que a causa de su intervención iban a parar a la silla eléctrica. La mayoría de ellos eran seres que criados en otro ambiente hubieran sido honrados trabajadores que jamás se hubiesen enfrentado con la Ley. Pero hombres como Benson, si Benson era el verdadero nombre de aquel canalla, que se valía del engaño para obtener lo que carecía de valor para conseguir él solo, no eran dignos ni de la electricidad que se gastaba en su ejecución. Jim tenía un aliciente más para resolver aquel misterio y recuperar el dinero, ya para el Gobierno, ya para los hijos de Taubeneck, si en realidad éste había existido.
  
  Además de todo, éste deseaba ver a Benson detrás de las rejas de la cárcel y a ser posible sentado en un lugar donde no tuviese el menor calor. Así, volviéndose hacia el capitán, rugió:
  
  —Tome en seguida las huellas dactilares de ese hombre. Eso le demostrará quién es.
  
  El capitán sonrió como hombre que discute con un niño y suavemente replicó:
  
  —Ya sé quién es sin necesidad de tomarle las huellas dactilares…
  
  A una señal de Benson, el capitán se interrumpió. Sabía que el detective odiaba la publicidad.
  
  —Entremos en el despacho —dijo el comisario—. Allí podremos hablar con más tranquilidad.
  
  El capitán asintió e hizo una señal para que condujesen al despacho al prisionero.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Cuando estuvieron dentro, el capitán indicó a los policías que podían retirarse, dejando allí al prisionero. Cuando se hubieron marchado, Benson metió la mano en un bolsillo y sacó la pitillera que Jim le entregara y la tendió a los policías. Los cigarrillos que contenía eran los mismos que fumaba Jim y ellos sirvieron para completar su identificación. Toda posible duda se desvaneció y los policías quedaron convencidos de que el hombre con quien hablaban era Jim F. Wallace en persona.
  
  —Firmaré un acta de acusación contra ese hombre —dijo Benson, señalando a Jim—. Asesinato frustrado. Hace un par de días trató de matarme.
  
  El comisario abrió un cajón y sacó un impreso para que el falso Wallace lo llenara.
  
  Jim trató de recordar si el capitán, el inspector o el comisario habían visto alguna vez su letra. Creía que no, y quedó convencido de ello cuando vio que los tres hombres no demostraban la menor sospecha al leer la acusación que firmaba Benson.
  
  El comisario pulsó un timbre y a los pocos segundos entró un policía, a quien el capitán entregó la acusación y el detenido, como si se tratara de simples mercancías.
  
  Cumplidas las necesarias formalidades, el detective fue trasladado de nuevo a la celda. Los dos guardias que le acompañaban estaban evidentemente desconcertados por todo lo ocurrido. No sabían a qué obedecía todo el misterio que se había hecho arriba, pero se daban cuenta de que el prisionero debía de serlo de importancia, y por ello le trataron con más consideraciones que al conducirlo por primera vez a la celda.
  
  Wallace pensó sonriendo en el hecho de que los carceleros tratan con más consideración y se sienten más orgullosos de guardar un asesino que un simple carterista.
  
  La puerta de la celda se cerró a su espalda y el detective quedó de nuevo solo. En seguida empezó a forjar un plan para salir de allí.
  
  Su mirada recorrió anhelante el calabozo. Por fortuna no había ningún guardián cerca, ya que la policía no cree que exista ningún bandido lo bastante loco para intentar huir a través de la sala de una comisaría, en la cual sólo podría encontrar la muerte.
  
  Wallace comprendió que debería obrar a toda velocidad. Dentro de poco sería trasladado a la cárcel celular y de allí ya era más difícil escapar.
  
  Como ya hemos dicho, lo único que había en la celda era la cama de madera y el lavabo. Por un momento Jim pensó arrancar una pata del lecho y emplearla para dejar sin sentido al primer policía que entrase. Después, una vez dueño de las llaves que llevaría, salir de la celda y correr el albur de ser acribillado a tiros, al pasar por la sala de la Comisaría.
  
  Pronto dejó de lado este desesperado proyecto. Aun en el caso de poder dejar sin sentido a un policía quedaría el otro, ya que siempre bajaban dos a observar a los presos, y no podía esperarse que por una vez, en gracia a él, bajase uno solo.
  
  Maquinalmente, Jim pasó la mano por la madera de la cama. No era fácil que encontrase nada utilizable allí, pues hacía tiempo que habían sustituido los antiguos lechos de hierro. De pronto la mano del detective tropezó con algo. Un clavo que sobresalía ligeramente.
  
  Sin perder un instante, Wallace quitose un zapato, y después de apartar el colchón, atacó el clavo, tratando de sacarlo. Al cabo de unos segundos el clavo cedió un poco. Con los dedos siguió tirando de él, y logró moverlo un poco más. Utilizando otra vez el zapato y las manos consiguió, tras cinco minutos de lucha a brazo partido, sacar el clavo.
  
  Una vez en su poder el clavo dirigiose al lavabo. Éste era sólido, construido de manera que ningún detenido o borracho pudiera arrancarlo de la pared. Como todos los lavabos del mundo estaba provisto de un tapón de goma, cogido por una cadena de hierro, a fin de que si algún preso tenía este extraño deseo, pudiera lavarse la cara.
  
  No llevó mucho tiempo al detective arrancar la cadena y separarla del tapón. Con la cadena y el clavo dirigiose a la puerta. Asomó la cabeza por entre las rejas para ver si había alguien vigilando. No descubrió a nadie. Estaba libre de toda vigilancia.
  
  La puerta de la celda no tenía cerradura interior, a fin de evitar a los detenidos toda preocupación por abrirla. La cerradura, de extrema sencillez, estaba colocada a la parte de afuera y se abría con una llave que en realidad era una simple ganzúa. A falta de uno de estos útiles objetos, Jim decidió utilizar la cadena y el clavo. Cogiendo ambas cosas con la misma mano sacó un brazo por la reja y llegando a la cerradura metió la cadena dentro de ella con ayuda del clavo. Cuando creyó que ya había bastante cadena dentro tiró de la misma. La cadena salió toda, ninguno de sus eslabones se había cogido a la cerradura.
  
  Sin descorazonarse por el primer fracaso, Jim probó tres veces más y a la quinta comprobó con alegría que la cadena se había cogido ya a algún sitio. Cuando iba a tirar oyó ruido de pasos y se vio obligado a deshacer todo el trabajo hecho para ir a tumbarse en la cama, fingiendo que dormía.
  
  Los pasos se detuvieron delante de su celda y un guardia anunció:
  
  —Dice el capitán que puede enviar a buscar a su abogado, si lo desea.
  
  Wallace se frotó los ojos y dio las gracias, tumbándose de nuevo en la cama. Cuando oyó que los guardianes se habían alejado lo suficiente, volvió a empezar el trabajo que se había visto obligado a interrumpir. Diez minutos tardó en conseguir que la cadena se cogiese al pestillo y por fin, tras un gran esfuerzo, y con ayuda del clavo, consiguió que la puerta se abriese.
  
  Lanzando un suspiro de alivio, el detective volvió a cerrar y preparose para subir hacia la sala. En aquel preciso momento sonaron numerosas pisadas en la escalera. Sin duda traían otro detenido o iban a buscarle a él. Jim miró temeroso a su alrededor. No había sitio alguno donde poder refugiarse. El subterráneo constaba de varias celdas y estaba iluminado de tal manera, que ningún rincón quedaba en sombras.
  
  Cuando Jim desesperaba ya de poderse esconder, levantó la vista al techo viendo una cadena, que sin duda en algún tiempo había sostenido una lámpara. No era un escondite muy a propósito, pero no había otro mejor, y por ello, Wallace decidió utilizarlo. Cuando ya asomaban los pies del primer policía que bajaba, saltó hacia la cadena y en un momento se encaramó por ella hasta el techo, el único sitio que quedaba obscuro.
  
  Eran cinco los policías que bajaban, y como no acompañaban a ningún paisano, era indudable que iban a buscar a Wallace. Una de ellos abrió la puerta de la celda y ordenó al prisionero que saliese.
  
  Desde luego, el prisionero no contestó, y el policía repitió la orden, que de nuevo fue desobedecida. Entonces el guardia entró en la celda. El grito de sorpresa que lanzó hizo acudir a los demás policías, que, por su uniforme, debían de pertenecer a la cárcel celular.
  
  Desde su percha, Wallace vio cómo los cinco policías registraban toda la celda, levantando el colchón y hasta la cama, incapaces de comprender que un prisionero pudiera escapar de un sitio como aquel.
  
  Cuando se hubieron convencido de que en la celda no había nadie, los policías fueron a registrar los demás calabozos, pero a ninguno se le ocurrió mirar al techo, donde colgado como un mono estaba el objeto de sus pesquisas.
  
  Cuando hubieron registrado cinco o seis veces las celdas y se hubieron convencido de que en ellas no había nadie, los policías salieron todos a una hacia la parte alta de la comisaría.
  
  Wallace saltó al suelo sin hacer ningún ruido y siguió a los cinco hombres, resguardándose en las sombras de sus cuerpos. Así llegó hasta la sala de la comisaría, donde los policías corrieron en tropel hacia el comisario a explicarle, todos a una, lo que acababa de ocurrir.
  
  El detective comprendió que por unos segundos las miradas de todos los allí reunidos estarían fijas en los policías, y que nadie vigilaría la puerta de entrada. Decidido a aprovecharse de ello, cruzó raudo como una centella la sala y en dos saltos estuvo en la escalera, yendo a parar en brazos de un agente motorista, que subía a entregar un parte.
  
  En el mismo instante sonó un disparo. Alguien le había visto cruzar la estancia y había disparado, aunque enviando la bala a aplastarse contra la pared situada a más de tres metros de Jim.
  
  El motorista quedó tan sorprendido por la caída en sus brazos de Jim que no tuvo tiempo de sacar su revólver, que llevaba en una funda en el costado derecho. Wallace, sin vacilar un segundo, siguió empujando al sorprendido agente y agarrándose a él, bajó rodando la escalera, hasta la calle.
  
  No sonó ningún disparo más, pues los policías temieron herir a su compañero, y Wallace aprovechó esta oportunidad para escudarse tras el motorista, al mismo tiempo que le libraba del peso de su revólver.
  
  Cuando llegó a la calle se puso en pie y echó a correr hacia la estación del ferrocarril elevado.
  
  A su espalda sonaron los pasos de todos los policías que estaban en la comisaría. No había sonado ningún disparo más, pero era de esperar que pronto empezase el jaleo. Wallace, acostumbrado a todos los deportes, mantenía fácilmente la ventaja que llevaba a sus perseguidores y aún los adelantaba, pero temía que de un momento a otro sonase un disparo. De pronto vio un grupo de mujeres detenidas debajo del elevado y conversando animadamente. El detective vio el cielo abierto y encaminose en línea recta hacia ellas. Sus perseguidores no se atreverían a disparar sobre él por miedo a herir a aquellas inocentes.
  
  Jim tuvo razón, la policía no disparó y él pudo seguir corriendo a toda marcha. Cuando estuvo a dos metros de las mujeres dio un salto formidable, pasando por encima de ellas y cayendo al otro lado con toda suavidad. Inmediatamente agarrose a uno de los pilares del elevado y como un mono empezó a ascender hacia la estación, donde en aquel momento se encontraba un tren a punto de salir. Cuando llegó al andén el tren se acababa de poner en marcha, y sólo tuvo tiempo de cogerse al último vagón.
  
  Los policías abrieron el fuego, pero sólo era para asustar, pues había muy pocas probabilidades de que las balas alcanzasen al detective, y en cambio muchas de que hiriesen a algún inocente pasajero.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XVIII
  
  
  
  VIAJE EN TREN
  
  
  Cuando el tren aminoró la marcha cerca de la otra estación, Jim saltó a la vía. No deseaba caer en manos de los agentes que sin duda llenarían los andenes, aunque resultaba un poco difícil creer que hubiesen tenido tiempo de llegar allí. Por si acaso Wallace decidió no arriesgarse.
  
  Hizo bien, pues apenas se detuvo el tren, una legión de policías saltó hacia las puertas, impidiendo la salida a todo el mundo.
  
  Wallace refugiose detrás de un pilar, desde donde no podía ser visto, y aguardó el resultado de las pesquisas de la policía, que invadió los vagones, saliendo a los pocos instantes, acompañado de varios sospechosos que fueron trasladados a un coche celular que esperaba abajo.
  
  Cuando los agentes se disponían a registrar los alrededores de la estación, llegó un tren descendente. Jim lanzó un suspiro de alivio, y cuando el primer vagón se detuvo a pocos metros de él, corrió a refugiarse debajo del mismo, cogiéndose a uno de los aparatos de calefacción, que en aquel momento no funcionaba.
  
  Apenas acababa de instalarse allí, el tren reemprendió la marcha. A los primeros metros, Jim se maldijo por haber escogido tan incómodo lugar. Los movimientos del tren le ponían a cada momento en peligro de ser despedido de su puesto, cosa que hubiera acarreado indefectiblemente la muerte bajo las ruedas de los coches.
  
  Cada viraje aumentaba este peligro que llegó a ser tan inminente que Jim cerró más de una vez los ojos, pensando que allí acabarían sus aventuras.
  
  Le dolían terriblemente los brazos, y las manos sangraban por varios sitios, resbalando la sangre por las muñecas y empapando la camisa. El viaje, que de ida había parecido sumamente corto, se hacía entonces interminable y hubo un momento en que el detective tuvo que recurrir a toda su voluntad para no soltarse y terminar de una vez aquel martirio.
  
  Recurriendo a todas sus fuerzas, trató de dirigir sus pensamientos hacia otros asuntos. ¿Se figurarían los policías adónde había ido? ¿Estarían aguardando el tren en la otra estación? De ser así, todos los esfuerzos de Jim por mantenerse cogido allí habrían sido inútiles.
  
  Pero el cansancio fue en aumento. El metálico aparato a que Wallace estaba cogido adquiría por momentos personalidad propia; era un ser vivo contra el que había que luchar en sus intentos, por desprenderse de la carga que llevaba.
  
  Por fin el detective oyó un ruido que creyó no llegaría a producirse nunca: el silbido del aire al ser maniobrados los frenos. Lentamente, de una manera casi imperceptible al principio, el tren aminoró su marcha. Por dos veces pareció que iba a detenerse, pero avanzó aún unos metros antes de quedar totalmente parado.
  
  Jim soltose de su asidero y durante unos segundos permaneció inmóvil sobre las traviesas. Pero se imponía la acción inmediata. Sólo se había librado del peligro de morir bajo las ruedas del tren, quedaba aún la posibilidad de caer en manos de los policías, ya que de nuevo había regresado a las proximidades de la comisaría.
  
  Wallace arrastrose de debajo del vagón yendo a parar bajo el andén. Sobre él sonaban numerosas pisadas, pero no podía decir si eran pisadas de hombres uniformados o de simples paisanos.
  
  El tren se puso de nuevo en marcha y Jim le despidió con una mueca. La aventura que acababa de correr bajo él no la olvidaría fácilmente.
  
  Cuando hubo pasado el último vagón el detective pudo echar una mirada al otro andén. Allí no se veía ningún guardia. Esto era un buen augurio. Seguramente la policía no sospechaba que había cogido el tren descendente.
  
  Con todas las precauciones posibles salió de debajo del andén y asomó la cabeza por el borde del mismo. Lo primero que vio fueron unas botas de reglamento y unos pantalones azules.
  
  Jim retiró la cabeza a toda velocidad y se refugió de nuevo debajo del andén. Sin duda el policía no debía de haberle visto, pues la calma no se alteró lo más mínimo.
  
  Comprendiendo que por allí no podía salir, Wallace se descolgó por entre dos traviesas y quedó suspendido de ellas sobre la calle. Ésta se hallaba sumida en la obscuridad del anochecer y nadie se dio cuenta de lo que él hacía. Pasando de traviesa en traviesa, cruzó por encima de la calle, hasta llegar a las escaleras del otro lado. Allí saltó la barandilla y arreglándose un poco la ropa descendió pausadamente hasta la calle, sin que nadie se fijase en él.
  
  Cuando se vio a cierta distancia de la estación del elevado, Jim lanzó un hondo suspiro de alivio. La aventura había terminado infinitamente mejor de lo que él había esperado.
  
  Ante él, a corta distancia brillaba la verde luz de la comisaría. De súbito Wallace comprendió cuál debía ser su inmediato trabajo.
  
  Debía raptar a Benson —al hombre que se hacía llamar Benson— y sacarlo de la comisaría. Debía enterarse por él de la verdadera historia de los seis anillos y, sobre todo, debía descubrir cuál era su juego.
  
  Mientras Jim permanecía enfrascado en estos pensamientos, un nuevo grupo de policías salió de la comisaría. Sin duda los autos de la policía estaban todos en servicio, pues aquellos hombres subieron en taxis y coches particulares. Indudablemente la policía no podía comprender aún la extraña desaparición de Jim Fonseca Wallace.
  
  Un taxi avanzó en dirección del detective, quien le hizo señal para que se detuviera. Apenas entró en el taxi, las maneras de Jim cambiaron por completo. En su mano apareció un revólver que apuntó contra el chofer. Éste abrió desmesuradamente los ojos y de una manera casi mecánica alargó la mano hacia la cartera donde guardaba el dinero de los viajes. El detective movió la cabeza, indicando que no era el dinero lo que quería.
  
  Subiendo al coche ordenó al chofer que le condujese a la parte norte del rio. Cuando llegaron a un callejón desierto empujó al taxista fuera del coche con el cañón de su revólver.
  
  El hombre descendió con las manos en alto y los ojos brillantes de miedo. Jim le indicó que entrase en la parte trasera del auto. Una vez dentro le hizo desnudar y se puso sus ropas, entregándole su propio abrigo para que no se enfriara.
  
  Wallace se quitó su elegante sombrero, que cambió por la grasienta gorra del chofer y se miró al espejo retrovisor para maquillarse de una manera semejante al chofer. Cuando hubo terminado no se parecía al chofer aquel, pero parecía un verdadero chofer.
  
  El detective conservó sus pantalones. De un bolsillo sacó un pañuelo que al registrarle le había dejado la policía, y de un lado sacó seis viejos billetes de veinte dólares. Siempre los llevaba en aquel sitio, pues ninguna de las personas que pudieran registrarle hubiese supuesto que en aquel pañuelo había tal cantidad.
  
  Entregó dos de los billetes al chofer, ocupó el asiento del conductor y dando todo el gas se alejó de aquel lugar, dejando al estupefacto taxista contemplando los dos billetes y su auto que se alejaba guiado por un desconocido.
  
  Wallace no pensaba causar ningún daño al auto aquel. Su propietario podría recuperarlo unas horas más tarde en alguna esquina, donde Jim lo habría dejado.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Wallace dirigió una mirada a la sala de la comisaría, que se hallaba casi vacía, a excepción de un agente sentado en la tarima del comisario. Sin duda éste había marchado a dirigir la captura de Jim Fonseca Wallace.
  
  Esto hizo suponer al detective que el capitán se encontraría sin duda en el despacho donde le dejara, discutiendo aún con el falso Jim F. Wallace el caso aquel.
  
  Dejando el taxi a pocos metros de la entrada de la comisaría, Wallace subió la escalera y penetró en la sala, dirigiéndose hacia el adormilado agente que ocupaba el puesto del comisario.
  
  Evidentemente aquel hombre había sido escogido para el tranquilo trabajo de vigilar la comisaría, mientras sus más jóvenes compañeros buscaban al evadido. Tenía unos sesenta años y era uno de los veteranos de la policía neoyorquina.
  
  Jim sacó uno de los billetes de veinte dólares y se lo tendió al policía.
  
  —Me lo ha dado un sujeto —explicó—. Creo que es falso. ¿Quiere hacer el favor de mirarlo?
  
  El guardia lo cogió, le dio varias vueltas, mientras en su rostro se pintaba una viva perplejidad. Indudablemente aquel hombre era incapaz de reconocer la falsificación más burda. Por fin, rascándose la cabeza murmuró:
  
  —Será mejor que vea al capitán.
  
  —¿Dónde está? —preguntó indiferente Jim.
  
  —Ahora le acompañaré hasta él —y el policía bajó trabajosamente de su asiento y fue hasta la puerta del despacho del comisario. Llamó con los nudillos y le contestó una voz que más bien era un gruñido. El viejo abrió la puerta asomando discretamente la cabeza expuso el motivo de su llamada.
  
  El capitán lanzó unos cuantos juramentos. No deseaba ser interrumpido en su conferencia con el hombre que se hacía pasar por Jim Fonseca Wallace.
  
  El verdadero Jim no esperó a que el capitán diera su consentimiento y apartando a un lado al policía entró en el despacho agitando el billete de veinte dólares.
  
  A un lado de la mesa escritorio estaba sentado Benson, siempre en su caracterización de Wallace.
  
  El detective se quitó la gorra, como si saludara al capitán, pero en realidad para que el revólver que llevaba en la manga resbalase hasta ella.
  
  El capitán dio una orden al guardia y éste se retiró, dejando al supuesto taxista en compañía de los dos hombres. Jim se apresuró a tender al capitán el billete de veinte dólares, y cuando el oficial estaba a punto de cogerlo, lo dejó caer al suelo. Automáticamente el capitán se bajó a recogerlo, mientras Benson contemplaba curioso la escena.
  
  Cuando la cabeza del capitán se bajó hacia el suelo, Jim levantó la gorra que ocultaba el revólver y dejó caer con toda su fuerza la culata del arma contra la nuca del oficial. La tela de la gorra amortiguó bastante el golpe, pero no obstante éste fue lo suficiente fuerte para privar por completo del sentido al digno capitán, que cayó al suelo, donde quedó completamente inmóvil.
  
  Benson se puso en pie de un salto y su mano derecha buscó instintivamente su revólver. Pero Wallace fue mucho más rápido. Cuando el capitán se desplomó de bruces, el detective soltó la gorra y el revólver que quitara al motorista apareció en su mano, apuntando a Benson, quien pálido como la muerte murmuró:
  
  —¡Jim Wallace!
  
  El detective movió afirmativamente la cabeza. No había necesidad de palabras. Wallace recogió la gorra y se la encasquetó. Guardó después el revólver en uno de los grasientos bolsillos de la chaqueta, sin dejar de apuntar a Benson y ordenó a éste que se pusiera el sombrero y le acompañase, conservando las manos bien a la vista.
  
  Cuando el hombre le hubo obedecido le indicó que fuese hacia la puerta del despacho.
  
  Benson abrió la puerta y seguido de Jim cruzó la sala de la comisaría, bajo la asombrada mirada del policía que la guardaba y empezó a bajar la escalera. Cuando estaban a punto de llegar a la calle, aparecieron dos agentes y un policía.
  
  Wallace lanzó una ahogada maldición. Aquellos hombres eran más temibles que el viejo guardia que le acompañara al despacho del capitán.
  
  Los tres hombres llegaron a la sala y después de hacer una pregunta al policía de guardia dirigiéronse al despacho del capitán.
  
  Haciéndose cargo del peligro Wallace trató de hacer avanzar más de prisa a su prisionero, pero éste, comprendiendo lo que ocurría, procuró retrasar lo más posible el paso, a fin de dar tiempo a que los policías le rescatasen. Jim no podía disparar, como hubiera deseado, pues aparte de que tal cosa hubiera sido un asesinato a sangre fría, necesitaba a Benson, y además, entonces los policías que estaban en la comisaría habrían tirado a matar.
  
  Cuando faltaban sólo tres escalones para llegar a la calle, uno de los guardias lanzó una exclamación y en seguida sonó un disparo.
  
  Benson saltó a un lado, pero Jim, a quien la bala le había rozado la cabeza, le echó una zancadilla haciéndole rodar hasta la calle. En seguida saltó junto a él y levantándolo en vilo lo metió dentro del taxi y sentándose al volante del vehículo lo puso en marcha partiendo a toda velocidad.
  
  Hubiera podido disparar fácilmente sobre los dos agentes y el policía, que bajaban corriendo la escalera, pero éstos estaban del lado de la Ley, y aunque disparaban sobre Jim, lo hacían porque éste era para ellos un pistolero con quien debían acabar.
  
  Wallace había arrancado demasiado de prisa y el motor después de lanzar varias explosiones se detuvo después de haber recorrido el auto unos veinte metros.
  
  Los policías llegaban corriendo y hubieran capturado a Jim si éste, conservando toda su serenidad, no hubiera maniobrado el cambio de marchas consiguiendo que cuando el primer agente tocaba casi el taxi, éste se pusiera en marcha.
  
  Una bala perforó el parabrisas en el momento en que el auto, después de avanzar unos diez metros más, volvía a detenerse.
  
  Wallace, sin dejar de gobernar el auto, levantó a Benson, que estaba casi sin sentido a causa de los golpes recibidos, y quitándole dos enormes pistolas que dejó junto a él, le hizo sacar la cabeza por la ventanilla, a fin de que los policías se dieran cuenta de los posibles resultados de sus disparos.
  
  Al reconocer el rostro del famoso detective, los tres hombres dejaron de disparar y Wallace aprovechó la tregua para dominar el auto. Cuando consiguió ponerlo otra vez en marcha, alguien saltó al estribo y el cañón de un revólver se hundió contra el costado izquierdo de Jim.
  
  El detective no hizo caso de la amenaza y a una marcha suicida se alejó de las proximidades de la comisaría, dirigiéndose recto hacia un poste de señales, con la aparente intención de que el hombre que estaba en el estribo tuviera que saltar o correr el peligro de morir aplastado contra la columna de hierro.
  
  Cuando el poste de señales distaba sólo unos tres metros sonó un disparo y el fogonazo chamuscó los cabellos de Jim. El policía que ocupaba el estribo saltó a tiempo de evitar el choque, pero antes trató de matar a Jim, no consiguiéndolo por unos milímetros.
  
  Wallace arriesgó una mirada hacia atrás, para comprobar si el policía se había herido gravemente. Por fortuna el hombre se había ya puesto en pie y se disponía a continuar la persecución.
  
  Varios policías se unieron a él, pero Jim les llevaba ya una ventaja de más de cien metros y conducía el taxi por entre los pilares del elevado dificultando la puntería de los policías y poniendo en peligro a autos y peatones.
  
  Los guardias, comprendiendo que a pie jamás alcanzarían al fugitivo, detuvieron al primer auto particular que pasó y se mostraron decididos a llevar la persecución hasta el fin. Wallace sonrió satisfecho de la diversión que aquello iba a producirle y se dispuso a correr la más emocionante carrera de su vida.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XIX
  
  
  
  UN BAÑO MATINAL
  
  
  Jim guió su auto por las recién regadas calles del West Side. Tras él rugía el auto que ocupaban los agentes.
  
  Los dos vehículos hacían un ruido infernal, que atrajo a las ventanas a todos los vecinos que estaban ya levantados. El auto de la policía iba ganando terreno, pues el taxi de Jim era un cacharro que jamás había pasado de los sesenta.
  
  Benson permanecía sentado en el interior del coche. Aunque el detective no le amenazaba con ninguna pistola y a pesar de que le volvía la espalda, sabía que al primer intento de ataque, quedaría sin sentido o muerto. Conocía a Jim por haberle visto trabajar y le hubiera temido aún viéndole muerto.
  
  El aire de la mañana olía fuertemente a sal cuando el auto penetró en la desierta avenida que corre a lo largo de los tinglados del North River. Jim se disponía a jugar una pasada a los policías y torciendo hacia uno de los muelles avanzó a toda velocidad hacia el agua. Con una mano arrancó la licencia que todo chofer debe llevar en su taxi. Él hombre cuyo retrato aparecía en ella recibiría anónimamente dinero bastante para adquirir un taxi nuevo.
  
  Cuando sólo faltaban unos veinte metros para llegar al final del muelle, Wallace descargó un culatazo en la cabeza de Benson y cogiéndole de la americana saltó con él fuera del taxi, que a toda marcha saltó al agua hundiéndose en fortísimo chapoteo.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  En un momento Jim arrastró al inconsciente Benson hasta el tinglado y por una escalera lo bajó hasta el agua. En seguida, con ayuda de su cinturón y el del bandido, se lo ató a la espalda como una mochila y treinta segundos después nadaba en el río.
  
  La frialdad del agua hizo volver en sí a Benson, quien empezó a agitarse, haciendo tragar dos o tres veces agua al detective. Éste, que no quería correr riesgos inútiles, descargó un puñetazo contra el rostro de Benson, quien de nuevo quedó sumido en la inconsciencia. Conseguido esto Wallace continuó nadando debajo del muelle.
  
  Arriba los policías paseaban por el agua los luminosos haces de sus linternas eléctricas. Jim sabía que dentro de unos instantes empezarían a flotar los cojines del taxi y otros objetos, cosa que convencería a los agentes de que el taxi se había hundido con sus dos ocupantes, y que sólo restaba dragar el río en busca de los cadáveres.
  
  Como dentro del taxi se suponía que iba el famoso Jim Fonseca Wallace, era de esperar que al día siguiente todos los periódicos de la ciudad dedicaran su primera plana al detective, cosa que ya había ocurrido en más de una ocasión. Por otra parte aquella sería su centésima muerte, pues no transcurría semana sin que algún periódico recibiera la información de que Wallace había muerto.
  
  Un lumínico redondel se proyectó en el agua, a pocos metros de Jim. Un policía se había detenido sobre las maderas del muelle y trataba de descubrir algún rastro del taxi. De pronto con sordo rugido apareció en la superficie uno de los asientos del auto y quedó flotando como una extraña losa sepulcral sobre la tumba del taxi.
  
  El detective percibió claramente el murmullo de voces sobre él, en el muelle. Poco después sonaron pasos que se alejaban.
  
  Por la tensión del cinturón Jim comprendió que Benson había vuelto a recobrar el sentido. Esta vez el prisionero permaneció quieto.
  
  Wallace nadó fuera de los pilares del muelle y al cabo de unos minutos estaba de nuevo junto a la escalera por donde había saltado al agua. Pero la marea descendente había dejado la escalera a una altura demasiado elevada para poderla alcanzar fácilmente, sobre todo cargado con Benson. Utilizando toda la fuerza de sus músculos, el detective trató de encaramarse por los viscosos maderos que sostenían el muelle. Tantas veces como lo intentó fracasó y al fin la marea descendente fue más fuerte que él y lo arrastró lejos del muelle.
  
  Benson, medio ahogado por los constantes chapuzones, pesaba como el plomo en la espalda de Jim. Éste se dio cuenta de que aquel peso acabaría hundiéndole a él, pero no podía sacrificar al ex policía, pues aparte de sus sentimientos humanitarios lo necesitaba para descifrar el misterio de los seis anillos.
  
  Lo único que podía hacer Wallace era sostenerse en el agua, y dejar que la marea lo arrastrase hasta el mar o hasta alguna barca que milagrosamente se cruzase en su camino.
  
  Cuando las fuerzas empezaban a abandonarle, el detective vio con enorme alegría un embarcadero situado al mismo nivel del agua y destinado para ser utilizado durante la marea baja. Haciendo un último esfuerzo se dirigió hacia allí y unos minutos más tarde caía exhausto sobre las chorreantes tablas.
  
  A su lado Benson estaba más muerto que vivo, y mientras aguardaba que volviese en sí, Jim empezó a preguntarse si aquel era realmente Benson o bien un bandido que representaba su papel. Era posible que se tratase realmente del antiguo policía, a quien la importancia del legado de Taubeneck había precipitado hacia la senda del crimen.
  
  Acaso fuera un asesino, que habría matado al verdadero Benson para apoderarse de su anillo.
  
  Inclinándose sobre el inconsciente Benson, Jim le examinó con toda atención. Lo mismo que el suyo, su disfraz había desaparecido. Su aspecto no era ya el de Jim Fonseca Wallace, sino el de Benson, tal como el detective le había visto la primera vez en el vestíbulo del hotel.
  
  Wallace se arrancó las partículas de cera que aún tenía en el rostro y cogiendo a Benson en brazos abandonó el muelle, en dirección a la ciudad.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Cuando salió el sol, sus rayos iluminaron dos agotados hombres que avanzaban torpemente por las calles del barrio chino. El aspecto de ambos era de no haber dormido en muchos días.
  
  Esto no era nada nuevo en el barrio chino. Desechos de todas las razas del Globo deambulaban por sus estrechas calles, sobre toda a primeras horas de la mañana.
  
  Los dos hombres entraron en la tienda de Harry Gow. El lugar había permanecido abierto toda la noche y seguiría abierto todo el día. Nadie recordaba que Harry Gow, el extraordinario mercader del barrio chino, hubiese cerrado jamás su tienda.
  
  El venerable chino continuaba sentado sobre un cojín en la parte trasera de la tienda, como la primera vez que Jim le viera. El viejo no demostró la menor sorpresa al ver al detective.
  
  —Leong Wang —dijo Wallace—. Pronto, tengo prisa.
  
  Harry Gow permaneció inmóvil como si no hubiera oído las palabras.
  
  Jim rebuscó en un bolsillo del pantalón y sacó un arrugado papel en el cual podía aún verse el dibujo del anillo «número Cuatro».
  
  Harry Gow lo cogió, inclinose ante Jim y dio unas palmadas. El mismo chino que en la visita anterior acompañara al detective hasta el refugio de Wang acudió a la llamada. Harry Gow le habló en un dialecto que Wallace desconocía. No prestó gran atención a lo que hablaban ambos chinos, pues sabía que de momento no le amenazaba ningún peligro.
  
  El criado salió de la tienda y a los pocos minutos regresó haciendo una señal a los dos norteamericanos. Sosteniendo a Benson, Jim le siguió.
  
  Dándose cuenta del estado en que los dos hombres se encontraban, el chino avanzó más despacio. Siguió el mismo camino que la vez anterior, cruzó las trampas y pasaron junto a dos guardianes que estaban en el mismo sitio que los anteriores, pero que no eran los mismos.
  
  Wallace respiró aliviado. Conocía lo bastante a los chinos para saber que el asesino superviviente habría jurado matar a Jim dondequiera que le encontrase, para vengar en él la muerte de su compañero.
  
  Siguieron, adelante. El frío que reinaba en el subterráneo hizo estremecer a Jim y tiritar a Benson. Por fin descendieron la escalera que constituía la última etapa del viaje hasta el santuario de Leong Wang.
  
  El detective se vio obligado a bajar en brazos a su compañero, que no podía ya moverse.
  
  Cuando llegaron al fondo, Jim se dispuso a entrar en el salón que servía de antecámara. Una mano que más parecía garra de ave de presa se le clavó en un hombro y una borrosa figura le cortó el paso. En seguida otras manos recorrieron el cuerpo del detective, en busca de armas. Encontraron su revólver, que Jim ignoraba si aún podía ser utilizado, después del rato que había permanecido dentro del agua.
  
  Benson fue igualmente registrado y después lo lanzaron descuidadamente en brazos del detective.
  
  El hombre que había dirigido el registro dijo en cantonés al guía que todo estaba conforme y que podía continuar su camino.
  
  Entraron en la suntuosa antecámara y se dejaron caer en unos mullidos cojines. Benson rodó por el suelo, incapaz de mantenerse sentado.
  
  Unos criados aparecieron con unas bandejas con té caliente, pan y arroz hervido. Wallace comió y bebió vorazmente, ya que se sentía medio muerto de hambre.
  
  La comida le hizo mucho bien, pero aún le hizo mucho más a Benson, quien con los ojos brillantes se abalanzó sobre los manjares y los devoró en pocos minutos. El alimento llevó un poco de color a las mejillas del antiguo policía. Éste era de esos hombres que se agotan fácilmente, pero que con la misma facilidad recuperan sus fuerzas.
  
  Los sirvientes se retiraron con los platos y las tazas. Oyose el lejano batir de un gong e inmediatamente corriose la cortina que ocultaba la puerta del santuario de Leong Wang. Sonó de nuevo el batintín, y las dos hojas de la puerta se corrieron, apareciendo sentado en su trono el viejo mandarín.
  
  Aunque el oriental debía de saber que sus dos hombres habían fracasado en su intento, no dio la menor señal de ello cuando miró a Jim Fonseca Wallace. Limitose a indinarse impasiblemente a la vez que murmuraba:
  
  —Veo que has vuelto.
  
  El detective contestó con otra inclinación de cabeza.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XX
  
  
  
  JUSTICIA CHINA
  
  
  Siguió un profundo silencio en la impresionante habitación de Leong Wang. El viejo chino estaba allí como hombre que ha perdido todo interés por el mundo y se limita a ser espectador indiferente de lo que ocurre a su alrededor.
  
  El trono en que estaba sentado le colocaba más alto que Wallace y Benson, que se sentaron ante él, en unos cojines.
  
  —¿Tienes los anillos? —preguntó en perfecto inglés Leong Wang.
  
  —Tengo cuatro anillos —contestó Jim—, pero no los llevo encima. Puedo traerlos aquí a las nueve.
  
  Leong movió lentamente la cabeza, como si aquello fuera una mala noticia para él. Volviéndose hacía Benson le miró interrogador.
  
  —Tengo los dos anillos restantes —contestó éste a la no formulada pregunta—. Los «números Uno y Seis».
  
  Jim volviose furioso hacia su compañero.
  
  —¡Entonces usted es el «Número Uno»! —acusó.
  
  Benson asintió con un movimiento de cabeza.
  
  La cosa apareció clarísima a los ojos del detective. Benson le había alquilado para apoderarse de los restantes anillos y ser así dueño de los dos millones. Era un plan maquiavélico. En vez de huir del detective debía de ir a su encuentro y servirse de él para sus fines.
  
  Los ojos de Wallace brillaron de rabia. Lanzando un grito descargó un potente derechazo contra la mandíbula de Benson, quien a pesar de los intentos que hizo para esquivarlo fue alcanzado de lleno en la barbilla y cayó sin sentido.
  
  El detective le registró inmediatamente, pues aunque antes ya lo había hecho, fue sólo en busca de armas. Al cabo de unos momentos se convenció de que el hombre no llevaba encima de él las joyas. En realidad no esperaba encontrarlas, pues no era de esperar que dos anillos que valían seiscientos cincuenta mil dólares fueran llevados como una bagatela. Terminado el registro, Jim se volvió hacia Leong Wang y le dijo en inglés:
  
  —¡Este hombre es un ladrón!
  
  En seguida habló en cantonés. Tenía la impresión de que aquello ayudaría a su caso, pues Leong Wang juzgaría quién merecía los millones.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  El viejo chino dio una palmada y dos hombres entraron en la estancia. Era indudable por su aspecto que se trataba de asesinos profesionales. Vestían flotantes vestiduras blancas, o sea el color con que en China se representa la muerte.
  
  Uno de ellos cogió a Jim, quien se sintió completamente indefenso en los brazos del gigante. El otro se encargó de Benson, a quien hizo volver en sí con unos cuantos movimientos.
  
  Wallace y Benson quedaron ante Leong Wang como animales que esperan ser sacrificados en el matadero, o criminales que esperan la decisión del juez.
  
  El detective revolviose furioso entre las garras que le aprisionaban, pero no pudo libertarse.
  
  Leong hizo un movimiento con la mano y Jim fue arrastrado a un extremo de la habitación y Benson al otro.
  
  —Cuenta tu historia —murmuró el mandarín, señalando con un largo y marfileño dedo a Benson.
  
  Jim sintió el estremecimiento de la próxima muerte. Aquel dedo, con su grotesca y larga uña, parecía firmar la sentencia. Creía honrado a Leong, pues conocía la reputación de los chinos. Sabía además que bandidos del calibre de los que habían puesto en las manos del chino dos millones de dólares, no se hubieran fiado de cualquiera.
  
  Pero también sabía que los orientales no tienen de la honradez la misma idea que un occidental. Leong Wang pensaba devolver el dinero a los bandidos que se lo entregaron, aunque a los ojos de la Ley aquellos hombres fuesen unos canallas. Esto no debía influir para nada en él.
  
  Leong dio una nueva palmada, y antes de que los dos pudieran hacer el menor movimiento, Jim y Benson se encontraron fuertemente atados.
  
  Benson empezó a hablar, y desde sus primeras palabras, Jim comprendió que el hombre dominaba la psicología china.
  
  —De los seis honrados ladrones que os trajeron ese dinero —dijo—, yo soy el «Número Uno». ¿Os acordáis?
  
  Leong Wang asintió en silencio.
  
  —Cuando el «Número Dos» murió me enteré de que nos había traicionado, dejando su anillo a un policía.
  
  Una muda interrogación debió de reflejarse en los ojos del chino, pues Benson negó con la cabeza.
  
  —No, no fue a ese hombre —dijo—. Se lo dejó a otro detective, un hombre enfermo. Ese detective citó a Jim Fonseca Wallace en un hotel, pero cuando se dirigía a la cita murió… asesinado.
  
  Leong Wang asintió gravemente. La muerte era algo que comprendía perfectamente, que muchas veces había ordenado sin la menor vacilación ni remordimiento.
  
  —Ocupé el puesto de aquel detective —siguió Benson—. Engañé a ese hombre e hice que consiguiera para mí el anillo «Número Dos». Lo hizo, pero ahora no quiere devolvérmelo.
  
  —¿Has hablado? —preguntó el oriental.
  
  —He hablado —replicó gravemente Benson.
  
  —He oído las palabras de ese hombre —murmuró Leong, volviéndose hacia Jim—. Ahora puedes hablar.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Breve pero explícitamente, Jim relató la verdad de los hechos. Contó que Taubeneck había legado a sus hijos la parte que le correspondía de los dos millones de dólares. Contó también que el verdadero Benson debía recibir la mitad de la suma, e hizo resaltar la canallada cometida por aquel asesino que se hacía pasar por el antiguo policía.
  
  Cuando Wallace hubo terminado, Leong Wang se volvió hacia Benson y le dijo:
  
  —Dame tus dos anillos y te entregaré a cambio un cheque contra el Banco de Basilea por valor de seiscientos cincuenta mil dólares.
  
  Benson negó con la cabeza.
  
  —Los dos millones me pertenecen —dijo.
  
  —Entonces ¿dónde están los restantes anillos?
  
  —Los tiene ese hombre —y Benson señaló al detective—. Él me los robó.
  
  Leong movió la cabeza.
  
  —Cuando tengas los otros cuatro anillos te daré el dinero.
  
  —¿Y si yo os entrego los cuatro anillos? ¿Me daréis la parte correspondiente del dinero?
  
  Leong negó con la cabeza.
  
  —Los anillos en sí no tienen valor ninguno —dijo—. Valen por lo que representan para mí. No te pertenecen y por lo tanto no les haré ningún honor.
  
  De nuevo el silencio invadió el aposento, Leong Wang no era hombre de acción. Para él el silencio era una actitud como otra cualquiera.
  
  Durante quince minutos nadie habló. Al fin Benson tomó la palabra.
  
  —Jim Wallace —dijo—. Voy a proponerle un trato. Usted me entrega los cuatro anillos que tiene y a cambio le daré la mitad del dinero.
  
  El famoso detective vaciló un momento. En realidad él había emprendido aquel trabajo con el fin de entregar a los hijos de Taubeneck el dinero que les correspondía. Pero Benson había intentado engañarle y en cierto punto le había puesto en ridículo ante la policía de Nueva York. Por ello no podía aceptar compromiso alguno con un hombre que por fuerza debía faltar a su palabra.
  
  —No acepto —dijo.
  
  Benson lanzó una maldición, pero de pronto pareció cambiar de idea y dominándose se volvió hacia Leong.
  
  —Si mi juicio ha terminado puedo retirarme, ¿verdad, noble señor?
  
  Leong Wang asintió en silencio y a una señal suya uno de los chinos sacó un largo cuchillo y cortó las cuerdas que aprisionaban a Benson.
  
  El bandido se levantó, frotose los brazos y lanzando una mirada cargada de odio al detective acercose a él y sin que nadie se lo impidiera le descargó un fuerte puntapié en los riñones.
  
  Wallace lanzó un grito de dolor y antes de que Benson pudiera repetir la agresión dio un saltó en el aire y a pesar de estar atados sus pies chocaron contra el estómago del bandido, que cayó al suelo retorciéndose.
  
  Leong Wang levantó una mano y los dos chinos de las blancas vestiduras separaron a los contendientes.
  
  —Llevad a ese hombre al aire libre —dijo el mandarín, señalando a Jim—. Cortadle las ligaduras y dejadle ir libre. Pero antes entregad al otro —señaló a Benson— un revólver. Seguidles y evitad que se cometa algún crimen en los dominios de Leong Wang. He hablado.
  
  Cuando hubo terminado, el venerable chino se levantó y sin decir ni una palabra más abandonó la habitación. En seguida, uno de los asesinos inclinose ante Benson y le entregó un brillante revólver con puño de nácar. El bandido agradeció la entrega del arma con otra inclinación, y levantando el gatillo apuntó el revólver contra Jim.
  
  Inmediatamente el chino le cogió por la muñeca y tan fuertemente se la apretó que Benson tuvo que soltar el arma.
  
  —Tú espera a estar fuera de aquí —murmuró el chino.
  
  El rostro de Benson era la estampa del odio. Sin embargo, asintió y cogiendo el revólver lo guardó en un bolsillo y siguió a los chinos que ya conducían a Wallace.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XXI
  
  
  
  EL TRIUNFO DE JIM
  
  
  Era día claro cuando el grupo llegó a la trastienda de una dulcería bastante alejada del barrio Chino. El propietario no era chino, pero no demostró la menor sorpresa al ver aparecer los cuatro chinos y los dos blancos.
  
  Rápidamente las ligaduras de Jim fueron cortadas y poco después él y Benson se encontraban en la calle. Apenas había dado dos pasos, el detective sintió en los riñones la presión del revólver de Benson, quien con siniestra voz le dijo:
  
  —¡Vamos a buscar esos anillos!
  
  Wallace siguió caminando como si no hubiera oído. A su espalda oyó unas fuertes pisadas y volviendo la cabeza vio que dos musculosos chinos vestidos de obscuro les seguían. Leong Wang debía de haber prestado una escolta a Benson.
  
  —Los anillos están en una caja de seguridad —dijo Jim.
  
  —Vayamos allí. Está en el 200 de Wall Street, ¿verdad?
  
  Wallace asintió.
  
  —Perfectamente —dijo—. Cuando usted abrió la caja yo le acompañaba, por lo tanto en el Banco me reconocerán.
  
  —Antes tiene que tener la llave —recordó.
  
  —Pues vayamos a buscarla —dijo Benson.
  
  Jim asintió y viendo acercarse un taxi le hizo señal de parada. El detective subió el primero, seguido de Benson, quien ni por un momento dejaba de apuntarle con su revólver Wallace dio la dirección de su casa en la Quinta Avenida. Benson recostose en el asiento. No era ya el hombre tímido que Jim tuvo que defender de los ataques de los demás gangsters. Estaba en posesión de un arma y además se sabía protegido por los dos chinos que les seguían en otro coche.
  
  Durante el trayecto los dos hombres no cambiaron ni una palabra. Al llegar a la casa de Jim, el auto se detuvo y a poca distancia paró otro automóvil, y dos hombres que a pesar de la distancia se veía claramente que eran chinos, descendieron del mismo. No parecían prestar ninguna atención a Jim y a Benson, pero en realidad no perdían ni uno solo de sus movimientos.
  
  —Tendremos que esperar aquí la llave —dijo Jim al entrar en su casa—. He de pedir que me la envíen.
  
  Benson miró suspicazmente al detective y al filipino que les había abierto la puerta.
  
  —Conserve las manos bien a la vista —dijo—. No empiece a buscar recuerdos perdidos en los cajones de la mesa.
  
  —Es un truco muy gastado —sonrió Jira, y conservando las manos bien a la vista de su enemigo cruzó la habitación en dirección al teléfono, descolgó el auricular y marcó un número tan de prisa, que Benson no pudo ver cuál era.
  
  —Oiga —llamó Wallace—. ¿Es el Hotel Galicia? ¿Tienen una carta para el señor George A. Milis?
  
  Permaneció callado un momento, como si alguien en el otro extremo del hilo estuviera comprobando la pregunta que le había sido hecha.
  
  —Bien —continuó Jim—. Tenga la bondad de enviarla a casa de Jim Fonseca Wallace —y dio la dirección de la casa de la Quinta Avenida—. Envíenla por un mensajero, le pagaré bien. —Aguardó un momento y Benson percibió vagamente una voz masculina que contestaba.
  
  —Levante las manos —dijo cuando el detective hubo colgado el teléfono—. Crúceselas en la nuca y siéntese en esa silla.
  
  Jim fue a decir algo, pero se contuvo. Levantando lentamente las manos hizo lo que le indicaba Benson. La postura era muy cómoda, pero le impedía apoderarse de las armas que tenía escondidas en los muebles.
  
  —¿Cree que va a salir con bien de esa aventura, Benson? —preguntó.
  
  —¿Por qué no?
  
  Jim no contestó, limitándose a sonreír burlón.
  
  Transcurridos unos instantes se oyó sonar el timbre de la puerta de la calle y el criado filipino se apresuró a acudir.
  
  Pocos segundos después se presentó en la habitación en que se hallaban el detective y Benson y colocó sobre la mesa, frente al primero, un sobre cerrado. Inmediatamente se retiró.
  
  Wallace hizo ademán de coger si sobre, pero Benson se puso inmediatamente en pie y ordenó:
  
  —Estése quieto. Yo abriré el sobre. No trate de mover las manos porque le pesaría.
  
  Wallace lo miró burlonamente y no se movió.
  
  Benson se apoderó del sobre, lo rasgó y extrajo de su interior una llave.
  
  —Bien —dijo—; ahora me acompañará usted hasta el Banco y solicitará la caja de seguridad. Y le repito que no trate de poner en juego ninguna treta porque estoy decidido a todo. Entrégueme los anillos y así es posible que salve la vida.
  
  Wallace tampoco esta vez se dignó contestar a su adversario. Continuaba mirándolo con expresión risueña.
  
  Benson, en tanto, se preguntaba cuál podría ser la causa del regocijo del detective, pues consideraba que la situación de éste no era para juzgarla divertida. Pensando en esto el bandido se iba poniendo cada vez más nervioso y eso era exactamente lo que deseaba Wallace, a fin de que su adversario descuidara por un instante su vigilancia y le permitiera poner en juego alguna de sus famosas jugarretas para librarse de él y trocar los papeles actuales.
  
  Benson se guardó en el bolsillo la llave de la caja de seguridad y luego dijo:
  
  —Andando, Wallace, salga usted delante y detenga un taxi. ¡Y cuidado!
  
  El detective se levantó calmosamente de su asiento y se encaminó hacia la puerta de la calle, la cual abrió, saliendo a la acera. En este mismo instante pasaba por la calle un taxi, el cual a una seña de Wallace se detuvo.
  
  Mientras éste y Benson ascendían al coche, los chinos apostados en las inmediaciones se apresuraron a hacer lo propio en el auto que le aguardaba y se pusieron en persecución de aquéllos mientras se dirigían al Banco.
  
  Pocos minutos después el taxi se detuvo frente a la entrada del establecimiento. Wallace se apeó y seguido de Benson se dirigió al compartimiento de las cajas de seguridad.
  
  En lo alto de la escalera volviose hacia Benson y le dijo:
  
  —Deme usted la llave; podría despertar sospechas el que fuera usted quien abriese la caja.
  
  Benson clavó en el rostro del detective una mirada recelosa, tratando de adivinar algún sentido oculto en sus palabras, pero la expresión de Wallace nada le dijo; el detective seguía sonriendo burlonamente.
  
  Benson se encogió de hombros, diciéndose que Wallace estaba en su poder y que era lo suficientemente inteligente para intentar nada frente a un hombre de su talla y máxime careciendo de armas en tanto que él estaba perfectamente pertrechado. Llevó la mano al bolsillo en el que guardara la llave y en ese instante el detective entró en acción. Su puño derecho salió disparado hacia la mandíbula de Benson y aunque éste se dio cuenta inmediatamente de sus intenciones nada pudo hacer para esquivar el golpe. Él bandido se tambaleó, pero no llegó a caer.
  
  Aturdido por el puñetazo retrocedió hasta la pared y sacó la mano del bolsillo armada con el revólver que le entregara Leong Wang. Pero Wallace, rápido como el pensamiento le aplicó un terrible golpe en la muñeca y el arma cayó al suelo. Inmediatamente se desplomaba también Benson al recibir un segundo derechazo en la cabeza.
  
  Se oyeron en ese momento pasos apresurados en la escalera, y Vincent, el detective del Banco, apareció, inquiriendo qué pasaba.
  
  No obstante, se tranquilizó al ver a Wallace, y después de saludarlo le preguntó qué había sucedido.
  
  —Este hombre —explicó el detective— es un peligroso criminal. Hace pocos días ha dado muerte al ex agente del Servicio Secreto Benson y bajo este nombre se me ha dado a conocer para que yo trabajara a su servicio. Por fortuna he descubierto la superchería y procuraré ahora destruir una organización criminal de las más vastas. Le ruego se haga cargo del preso y lo entregue a las autoridades. Yo me he de poner en campaña inmediatamente.
  
  —Estoy encantado de poderle ser útil, señor Wallace —dijo el detective.
  
  —Muchas gracias —contestó éste—. Lleve este hombre a la Jefatura y pídale al jefe que envíe unos cuantos hombres a esta dirección, donde espero poner en sus manos a los integrantes de la pandilla de que le hablo.
  
  Tomó un pedazo de papel y escribió en él las señas de la tienda de Leong Wang.
  
  —Y dígales que no me busquen con mi verdadera cara —dijo Jim—. En adelante me pareceré en todo a este hombre.
  
  Al decir esto señaló a Benson. Inclinose sobre el bandido y le quitó el traje que llevaba, traje que él mismo le había prestado cuando aún le consideraba su cliente. Poniéndoselo a toda velocidad, Jim adquirió de nuevo la personalidad de Benson, por lo menos a los ojos de Leong Wang. Quizá alguno de los supersticiosos chinos se imaginaría ver al Ángel de la Muerte amenazando su guarida.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XXII
  
  
  
  DOS MILLONES DE DÓLARES
  
  
  Desde el momento en que Jim se había apoderado de Benson en lo alto de la escalera del Banco hasta que hubo terminado de dar sus órdenes a Vincent habían transcurrido menos de cinco minutos. Pero Wallace recordaba a los chinos aguardando en la calle. Sabía que empezarían a inquietarse si Benson no aparecía en seguida.
  
  Cogiendo el revólver que Vincent empuñaba, Jim se lo guardó en la liga de la pierna izquierda, de manera que nadie pudiera sospechar que iba armado. Calándose el sombrero de Benson hasta los ojos, subió la escalera. Desde el corredor miró hacia la calle. Uno de los chinos había bajado del auto y estaba contemplando el edificio. Al ver a Benson subió al auto. Si hubiese sabido que el hombre que tomaba por Benson era en realidad Jim Fonseca Wallace sus movimientos no habrían sido tan confiados.
  
  Wallace permaneció en el corredor hasta que vio avanzar un taxi; entonces salió a la calle y antes de que el auto se detuviese subió a él y dio la dirección de la tienda de Harry Gow en el barrio chino. Los orientales que ocupaban el otro auto partieron en seguida tras él, dispuestos a no perderle de vista.
  
  Cuando el auto hubo recorrido un par de manzanas, Jim ordenó al chofer que se detuviera ante una droguería, y saltando del auto penetró en ella, lanzando varias órdenes al dueño del establecimiento, que se apresuró a cumplirlas. Jim le tendió un billete de veinte dólares y aguardó el cambio.
  
  Fuera pudo ver el auto que los chinos no habían abandonado. Sin duda se figuraban que el hombre que seguían sólo había bajado a comprar cigarrillos.
  
  El detective guardó en un bolsillo sus compras y subiendo de nuevo en el taxi continuó hacia el barrio chino.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Sin embargo, cuando hubieron recorrido un par de manzanas, Jim indicó al chofer que procurara librarse de la persecución de los chines. El chofer empezó a torcer por unas calles y por otras, pero sin la experta dirección de Jim jamás habría logrado despistar a los perseguidores.
  
  Entretanto, el detective se dispuso a realizar unos cambios en su rostro. Cuando descendió del auto llevaba el sombrero más caído que nunca sobre los ojos, ya que de otra manera el conductor habría lanzado un grito de asombro al ver el cambio que se había operado en el rostro de su cliente. Más tarde, debía preguntarse qué significaban las numerosas botellas vacías que el pasajero dejó dentro del vehículo, sin llegar a sospechar jamás que habían servido para transformar el rostro de un hombre.
  
  Otro auto se detuvo a pocos centímetros del taxi y dos chinos descendieron del mismo. Los trajes eran americanos, pero el aspecto completamente oriental.
  
  El más alto de los dos se acercó a Jim y le miró atentamente. Cuando el taxi se hubo alejado el otro chino se acercó también a Jim Wallace, quien sin hacer caso de los dos hombres fue a penetrar en la tienda de Harry Gow.
  
  No había dado dos pasos cuando dos garras se hundieron en sus hombros. Allí en el barrio chino los dos asesinos se sentían más audaces y seguros. No tenían nada que temer de sus compatriotas, que procurarían no molestarles en lo más mínimo, aunque se daban perfecta cuenta de los propósitos que les animaban.
  
  Wallace trató de librarse de las manos de aquellos hombres, pero los chinos aumentaron la presión de sus garras y uno de ellos le dijo apartándole de la tienda de Harry Gow:
  
  —No, por aquí.
  
  El detective miró hacia la tienda y comprendió. Por algún motivo el camino que partía de la casa de Gow estaba cerrado aquel día. Debería llegar al santuario de Leong Wang por otro pasadizo que conocían solamente los chinos que le acompañaban.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Los orientales apartaron las manos de los hombros del detective y le cogieron por el brazo. De esta manera era menos visible el hecho de que le llevaban prisionero, y quedaba la posibilidad de que aquellos hombres de rostro patibulario fuesen amigos del norteamericano.
  
  Torcieron por varias calles, llegando al fin a una cuyo aspecto era totalmente oriental, con sus casas a estilo chino y los niños y niñas vestidos a la moda del Celeste Imperio.
  
  Al llegar frente a un estrecho callejón los dos chinos obligaron a su cautivo a que entrase por él. Al final, se detuvieron delante de una vieja casa. Uno de los chinos sacó una llave y abrió la puerta, que volvió a cerrar cuando todos hubieron entrado. Con otra llave abrió una puertecita y Jim se halló en una destartalada habitación. Cuando se hubo cerrado la otra puerta, el mismo chino apretó un oculto resorte y una de las paredes mostró un agujero que nadie hubiera sospechado. Por él entró uno de los chinos, después Wallace, y por fin el otro oriental, que cerró la trampa.
  
  El detective tomó nota mental de todos los movimientos de sus aprehensores, a fin de recordarlos cuando llegase el momento de escapar.
  
  El corredor que siguió estaba sumido en las más densas tinieblas y al cabo de unos minutos tuvo la impresión de que iba a ocurrir algo. Trató de retroceder, pero el chino que le seguía le empujó precipitándole en un pozo interminable. Jim se sintió caer y se preparó para llegar a tierra en la mejor situación posible.
  
  Esperaba chocar contra el fondo y por ello su sorpresa fue enorme cuando aterrizó sobre la mullida superficie de un enorme montón de serrín. El lugar era ideal para un hombre que no quisiera romperse una pierna, mas para el que estaba dispuesto a luchar tenía el inconveniente de que no podía conservarse el equilibrio. Así, Wallace, a pesar de los esfuerzos que hizo para mantenerse en pie, rodó sobre el serrín y antes de que pudiera levantarse unas fuertes manos le cogieron por los pies y los brazos.
  
  Se sintió sacado del lecho de serrín y unas manos invisibles le cepillaron vigorosamente. Esto no era sólo para limpiar a los visitantes de Leong Wang sino también para ver si llevaba algún arma. A pesar del cuidadoso registro a que fue sometido Jim, los chinos no encontraron su pistola.
  
  A pesar de todo no le soltaron las muñecas. Un hombre que permanecía oculto en las tinieblas dio una palmada. Por la fuerza con que sonó, Wallace se dijo que debía de haberla dado el asesino más alto, que sin duda debió de saltar antes que él. Apenas acababa de formular este pensamiento oyose la caída de otro cuerpo sobre el lecho de serrín y otra vez entraron en acción los cepillos, aunque los que mantenían cogidas las manos del detective no las soltaron.
  
  De pronto se encendieron una serie de luces y Wallace pudo ver a los que le rodeaban. Todos eran chinos y vestían trajes obscuros que les hacían casi invisibles en la tenue claridad.
  
  El detective comprobó de pronto que lo que había tomado por manos eran en realidad unas complicadas esposas de seda que le aprisionaban fuertemente las muñecas, aunque sin causarle el menor daño. Estas esposas iban unidas a unas cuerdas cuyos extremos sostenían unos chinos.
  
  El más alto de los asesinos iba delante de todos, detrás seguían Jim y los dos chinos que le conducían, y detrás pudo oír los pasos del otro chino que le detuvo.
  
  La luz era muy débil y el detective podía ver vagamente al chino que abría la marcha, pero no distinguía las facciones de los dos orientales que iban a su lado y mucho menos al que iba tras él. De cuando en cuando contenía la respiración y entonces llegaba a sus oídos el ruido producido por numerosas personas. Sin duda el corredor estaba fuertemente custodiado por invisibles guardianes.
  
  El pasillo torció a la derecha y hasta Jim llegó el inconfundible olor del opio. Poco después la comitiva se detenía frente a una iluminada puerta y tras unas palabras cambiadas entre el guía y el guardián, los cinco hombres entraron en una habitación bordeada de camastros ocupados por numerosos chinos y que estaba llena de humo.
  
  En el centro de la habitación veíase una mesa con tres lámparas encendidas. Sobre las llamas estaban calentándose tres bolitas de opio.
  
  Un viejo chino daba vueltas de cuando en cuando a las bolitas del terrible narcótico. Cuando éste estaba a punto lo metía en una pipa, daba unas chupadas y a continuación lo entregaba a algún recién llegado fumador, deseoso de sumirse en los falsos paraísos creados por la droga.
  
  El guía no prestó la menor atención a lo que ocurría en aquella estancia y siguió adelante, sin mirar a derecha ni a izquierda.
  
  En cambio, Jim contempló interesado la escena y de paso conoció a sus carceleros. Los hombres que caminaban junto a él y que sostenían los extremos de las ingeniosas esposas eran muy delgados y de mediana estatura. Parecían hechos de alambres y muelles de acero y en sus rostros se pintaba la más despiadada crueldad.
  
  Wallace siguió adelante. Uno de los clientes de aquel antro lanzó unos gritos en medio del sueño. En seguida se levantó de su lecho y con paso mecánico avanzó hacia el chino que abría la marcha. Éste no se molestó en apartarle de buenas maneras; levantó el puño y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del infeliz, que se desplomó como buey en el matadero, quedando inmóvil en el suelo.
  
  Ninguno de los hombres que conducían a Jim prestó la menor atención al incidente. Siguieron caminando con la misma impasibilidad que los guardianes de Sing-Sing que conducen al condenado hacia la silla eléctrica.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  El detective se preguntó si Leong Wang pensaba matar a Benson cuando éste regresase con los seis anillos. Sin embargo apartó en seguida este pensamiento, Leong Wang podía ser un criminal, un enemigo de la Sociedad, pero era un hombre de palabra. Si llegase a faltar a ella toda su formidable organización de asesinos se derrumbaría, pues todos huirían de él.
  
  «Honor entre ladrones» es una frase que carece de sentido en labios de un occidental, pero en boca de un chino tiene todo su significado. Es la regla con que se gobierna el bajo mundo oriental.
  
  Los cinco hombres llegaron al final del fumadero de opio. El guía abrió una puerta y todos entraron en un cuartito de reducidas dimensiones, sin otra puerta ni ventanas y alumbrado por una débil lucecilla.
  
  El más alto de los orientales hizo girar tres veces el tirador de la puerta, que había sido cerrada por su compañero y la habitación empezó a hundirse. Jim Fonseca Wallace comprendió que se encontraba en un ascensor.
  
  Al cabo de unos treinta segundos terminó el descenso de una manera tan brusca que los cinco hombres chocaron unos con otros. Jim aprovechó el momento para librarse un poco de la presión de las esposas, dejándolas de manera que pudiese escapar si fuera necesario.
  
  Abriose una puerta y todos salieron del ascensor. El decorado del pasillo que se abrió ante ellos era muy distinto del de los pisos superiores. Cortinas de seda y mullidas alfombras lo decoraban.
  
  El más alto de los chinos dio unas palmadas y las cortinas de seda se apartaron descubriendo una puerta que se abrió silenciosamente. La comitiva avanzó lentamente y de pronto Jim se vio ante un trono ocupado por Leong Wang.
  
  —¿Tienes los anillos? —preguntó el chino—. Aquí está el cheque por los dos millones de dólares —y tendió un papel a Jim.
  
  Las esposas que le aprisionaban fueron retiradas y el detective avanzó hacia Leong Wang y cogió el documento que le tendía. Era un cheque certificado contra el Banco de Basilea, Suiza, por valor de dos millones de dólares. Wallace comprobó en seguida que no se trataba de una falsificación, sino de una orden de pago por dos millones de dólares oro.
  
  Cuando se disponía a guardar el cheque en un bolsillo, Leong Wang le cogió la mano con una fuerza impropia de un hombre tan viejo.
  
  —Los anillos —le recordó.
  
  Wallace sacó una bolsita de gamuza cuyo contenido vació en la mano del oriental. Los seis anillos de oro aparecieron a la vista. Estaban todos, del uno al seis, con sus cifras engarzadas de diamantes.
  
  Leong Wang se inclinó cortésmente.
  
  —Puedes marcharte —dijo.
  
  El detective obedeció, pero al ir a guardar el cheque se le cayó al suelo y tuvo que inclinarse para recogerlo. Mientras con la mano izquierda cogía el cheque, con la derecha empuñaba el revólver y volviéndose velozmente encañonó a Leong, al mismo tiempo que decía:
  
  —¡Haga salir a sus asesinos! ¡El primero que se acerque a mí firmará la sentencia de muerte de usted, Leong Wang!
  
  Poco a poco el viejo levantó las manos. La acción resultaba incongruente en un hombre tan viejo y tan oriental.
  
  Jim le hizo descender de su trono y le obligó a avanzar hacia el ascensor. Cuando llegaron a la mitad de la estancia, uno de los guardianes de Leong Wang se movió. Wallace apartó el revólver del viejo, apuntando al nuevo enemigo.
  
  ¡En aquel momento las luces se apagaron!
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XXIII
  
  
  
  BATALLA SUBTERRÁNEA
  
  
  Al apagarse las luces, Jim se desvió hacia un extremo de la estancia, en el que dio varias vueltas a fin de alejarse de los chinos e impedir que se lanzaran sobre él.
  
  La última vuelta terminó contra uno de los pesados cojines que ocupaban los extremos de la habitación. Wallace cogió en seguida el enorme almohadón y haciéndolo girar sobre la cabeza lo lanzó recto hacia los chinos. Cualquiera de éstos que lo oyera pasar junto a él su pondría que se trataba del detective que intentaba huir y así todos los ataques irían dirigidos en aquella dirección.
  
  Cuando el almohadón abandonó la mano del detective oyose una ahogada exclamación a la que siguió un brevísimo silencio, que fue roto por la caída de un enorme jarrón que se quebró en mil pedazos. Él cojín había terminado su carrera.
  
  Oyose un rumor de pasos en dirección al lugar donde había sonado el ruido y, como se figurara Jim, todos los chinos corrieron hacia donde suponían a su enemigo.
  
  Sin perder un momento Wallace partió hacia el lugar donde estaba el ascensor. Avanzaba con las manos delante, a fin de evitar todo tropiezo, y, de pronto, cuando su ponía que estaba junto a la puerta del ascensor, su mano, en lugar de coger el tirador, cerrose sobre una muñeca enjuta y musculosa.
  
  Sin perder ni un segundo, el detective utilizó una de las llaves de jiu jitsu y, atrayendo hacia sí aquella mano, hizo dar un salto en el aire al chino a quien pertenecía, que fue a caer a su espalda. El tintineo de un cuchillo en el suelo acompañó la caída del oriental.
  
  Quienquiera que fuese el hombre que acababa de derribar, había estado a punto de hundirle un cuchillo en la garganta. No eran momentos de andarse con compasiones, las manos de Jim buscaron la garganta del caído, la apretaron de una manera especial y el chino quedó completamente inmóvil.
  
  Arrodillose junto a él, le desnucó en un momento, mientras a su alrededor sonaban los gritos y maldiciones de los luchadores.
  
  Púsose encima del traje que llevaba las vestiduras del chino y con ayuda de la cera que le había servido para caracterizarse como Benson se transformó en un hijo del Celeste Imperio. Ya podían encenderse las luces, pues nadie sospecharía que no era lo que parecía.
  
  
  
  * * *
  
  
  
  Pero quedaba un problema. Era preciso ocultar el muerto. Poniéndose en pie, Jim tiró de las cortinas que pendían de las paredes y al segundo intento cayeron sobre el cadáver, formando un montón bajo el cual quedó oculto.
  
  Al ruido que produjo la caída de las cortinas siguió un breve silencio, cortado por apresurados pasos en dirección al lugar que ocupaba Jim.
  
  —¡Luz! —gritó en cantonés—. ¡Encended la luz, creo que ha escapado por aquí!
  
  Hasta aquel momento nadie se había atrevido a encender las luces por temor a recibir algún balazo. Al oír aquella orden, uno de los luchadores, seguramente el mismo que las había apagado, las encendió.
  
  Jim apareció como un chino de ensangrentado rostro, de pie junto a las puertas que conducían al ascensor y a la libertad.
  
  Un chino apartó a un lado a Wallace. Era uno de los asesinos profesionales. Apretó un misterioso botón y la puerta se abrió de par en par.
  
  Los cortinajes que ocultaban el muerto se movieron, pero no fue éste quien lo hizo, sino las cuerdas que aún los sostenían y que al abrirse la puerta tiraron de ellas.
  
  Todos los chinos atravesaron la puerta, arrastrando con ellos a Jim. El asesino que abría la marcha apretó otro botón y al fin apareció el ansiado ascensor.
  
  Ni por un momento se le ocurrió al chino que Jim pudiera haber huido por otro sitio que no fuese aquél. Señalando el ascensor, ordenó que entrasen tres o cuatro de los perseguidores. Wallace procuró ser uno de ellos.
  
  El asesino movió la palanca del ascensor y la cabina subió hasta el piso del fumadero de opio.
  
  Mientras subía, Jim acarició el cheque que valía dos millones de dólares para el Estado, para los hijos de Taubeneck y para él.
  
  De pronto dirigió una mirada a su alrededor. Todos los chinos empuñaban revólveres del mismo tipo que Leong Wang había dado a Benson.
  
  Esta acción fue un error, pues la mirada de Jim arrastró otras miradas, y, de pronto, uno de los asesinos se fijó en el arma que empuñaba el detective.
  
  —¡Un revólver de la policía! —exclamó en cantonés.
  
  Los demás chinos se volvieron hacia Wallace en el momento en que se abría la puerta del ascensor. El joven no aguardó más, y de un salto salió de la cabina y echó a correr por un pasillo débilmente alumbrado.
  
  Un tiro sonó a su espalda, y la bala le pasó rozando la cabeza. El corredor torcía a la derecha y Jim no dudó un momento. Seguramente podría llegar a la misteriosa puerta. Al torcer de nuevo sonó otro disparo y el detective volviose un momento para alojar una bala en la cabeza del chino que tenía más cerca. El hombre cayó al suelo, donde quedó completamente inmóvil.
  
  Algo le pasó rozando la cabeza y rebotó en el suelo. A la vaga luz del corredor, reconoció el objeto. ¡Era una granada de mano! Instintivamente se agachó, recogió el artefacto y en menos de medio segundo lo devolvió al lugar de donde había llegado.
  
  Una ensordecedora explosión conmovió el lugar. Sonaron gritos de angustia y los pasos de los perseguidores cesaron por completo.
  
  Wallace se preguntó si todos habrían muerto, mas, por si acaso no aminoró la velocidad de su marcha.
  
  Súbitamente sus pies se hundieron en algo blando y cayó en el montón de serrín. ¡Estaba a pocos pasos de la salvación!
  
  Tanteando las paredes descubrió los peldaños de una escalera de hierro empotrada en la pared y sin vacilar emprendió las ascensión.
  
  A los pocos metros algo chocó contra su pierna derecha y en seguida sonó un disparo. A pesar de no sentir dolor alguno, Wallace comprendió que estaba herido. No todos los chinos habían muerto y uno por lo menos le daba caza.
  
  Cojeando terminó la ascensión hasta llegar a la puerta que daba a la habitación contigua a la calle. Estaba cerrada, pero dos disparos hicieron saltar la cerradura y los tres restantes abrieron la puerta de la calle.
  
  Al salir al aire libre, Jim se vio encañonado por los revólveres de varios policías. Habían oído la explosión de la bomba y los disparos y acudían a ver qué pasaba.
  
  —¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos.
  
  —Soy Jim Wallace —contestó el detective—. Síganme.
  
  Siete policías siguieron al detective dentro de la casa y a los pocos momentos las detonaciones de las armas de fuego anunciaron que acababan de tomar la ofensiva.
  
  
  
  
  
  CAPÍTULO XXIV
  
  
  
  WALLACE CIERRA EL CASO
  
  
  Jim Fonseca Wallace, el detective hispanoamericano, sentose a almorzar. Llevaba unos pantalones de franela blanca, zapatillas y una bata de seda. Una de sus piernas parecía algo más gruesa que la otra, y esto se debía al vendaje que la envolvía.
  
  Ante él, el detective tenía abierto un diario de la mañana. Los titulares estaban dedicados al hombre cuyo retrato aparecía en la primera plana, y anunciaban que el llamado Benson, cuyo verdadero nombre era Caldwell, famoso gangster a quien se suponía muerto desde dos años antes, había fallecido definitivamente, la noche anterior, sentado en la silla eléctrica de Sing-Sing, a consecuencia de la pena que le había sido impuesta por el asesinato de un antiguo policía secreta.
  
  Dejando de Lado el periódico cogió la bandeja del correo. En ella había una carta de Washington. Rasgó el sobre y murmuró unas frases sueltas:
  
  «… por el arresto de un famoso fugitivo… Por haber recuperado dos millones de dólares robados… Un premio de 150.000 dólares…».
  
  La carta estaba firmada por el secretario del ministro de Gobernación.
  
  Jim sacó del sobre un cheque rosado, con el sello del Gobierno de los Estados Unidos, en el cual se veía escrita la suma de ciento cincuenta mil dólares.
  
  Dejando su almuerzo, el detective se levantó y sentándose ante una máquina de escribir redactó una carta que fue dirigida a los hijos de un famoso ladrón que se llamó Taubaneck y que se encontraban en una ciudad del Oeste.
  
  En la carta les decía que había sido un valiente policía, amigo íntimo de Jim Fonseca Wallace, quien les incluía ciento cuarenta mil dólares que su padre les había legado. ¡Jim se había quedado sólo con el importe de su trabajo, según su tarifa, y el dinero gastado durante la aventura!
  
  ¡La pista de los seis anillos había terminado!
  
  F I N
  
  
  
  
  
  Notas
  
  
  [1] Población donde se levanta el presidio de Sing-Sing. (N. del T.) <<
  
  
  
  
  
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